La Sinfonía de la Sirena | El Despertar | IV

Amantes por sangre

El olor de la mañana trae los recuerdos de mi infancia, antaño, cuando dormíamos juntos para cobijarnos del frío. Mamá nos nutría con la leche tibia que emanaba de su vientre, llenándonos de afecto; recordar aquellos días me hunde en la nostalgia. No los he vuelto a ver, hace mucho que me separé de ella y de mis hermanos. Ahora sólo soy yo.
Desde esta azotea puedo ver toda la ciudad. Su precoz actividad comienza antes de que raye el sol. Así son los humanos, siempre ocupados; podría jurarse que sus tareas no terminan jamás.
Los primeros destellos me dan en la cara: me agrada sentir su calor, me hace feliz… pero no desvanece el hambre. La mano del hombre es incierta, a veces generosa, a veces hostil. Este es el mundo que han creado, nosotros, los de cuatro patas, debemos adaptarnos. Bajo de la azotea buscando comida, dentro de un callejón consigo llenarme el estómago con sobras de la basura; he tenido suerte, pero la ansiedad no se va. Algo no me deja estar en paz, me sigue desde hace rato. Siento el peligro, lo huelo a él.

Caminaba de regreso, al doblar el callejón me encontré cara a cara con él. Muestra amenazante sus largos colmillos escurriendo baba espumosa. A pesar del temor permanezco serena, mirándole a los ojos; no tiene caso, están inyectados de odio. “¿Qué quieres de mí, hijo del parásito?” Retrocedo lentamente, pero eso sólo lo enfurece más. Se lanza al frente y ambos corremos, yo por mi vida, él por su presa. El hombre ve como un chiste que el perro persiga al gato, una vieja historia guardamos al respecto, pero no es momento de contarla.
Los humanos corren todo el tiempo, van de aquí para allá, sin rumbo, ayudados por sus veloces ruedas; aún recuerdo horrorizada el rugido de aquella bestia metálica a punto de envestirnos. Escuché el golpe… un crujido y mi cazador chillando le acompañó, al tiempo que la muerte me saludaba con un abrazo de asfalto y hule. Recuerdo la sensación de mis huesos astillándose y atravesando mi piel, un instante de dolor tan intenso que me hizo entender que hasta entonces no había recibido más que caricias en la vida.
Todo pasó tan rápido: de un momento a otro cazador y presa nos hallábamos destrozados, ya no éramos más que manchas en el pavimento, pues nunca fuimos más que sombras en la ciudad. Los hombres pertenecen a su propio mundo y sólo ellos lo pueden comprender; nosotros sólo vemos furia en su semblante y prisa en su andar. El vehículo que nos asesinó golpeó a otro que buscaba ganarle distancia, nos interpusimos en su camino justo en el instante en que se desencadenaba un accidente que también pondría fin a sus vidas. ¡Seres humanos tan imprudentes! Si tanto temen la muerte, ¿por qué juegan con su vida como si la tuvieran garantizada?

El sol ya se alzaba visible en el oriente; aun con dificultades seguía respirando, o al menos eso creía. Alguien me levantó con una pala y me introdujo en una bolsa con cal; no volví a ver la luz. ¡Adiós sol que iluminaste mi rostro tantas veces al amanecer, brindándome el cálido recuerdo de la infancia! Aquel tiempo cuando todo era ilusión. Lo último que vi fue una multitud reunida donde el accidente, una conmoción en medio de metales torcidos y piedras sueltas; mientras que escupen indiferentes sobre todo lo que crece o se multiplica sin su ayuda, chorrean vergonzosa empatía sobre cada tragedia en la que se ven reflejados. Son estos con quienes nuestros ancestros nos han dejado para concluir el viaje que ellos comenzaron en los tiempos sin memoria… estos, que en su soberbia creen habernos dejado atrás cuando nadie conoce realmente el destino de esta empresa.
Ya dentro de la bolsa, en la negrura, sentí caer sobre mí el cuerpo de mi cazador. ¡Somos tan semejantes! ¡Luchamos por vivir en un mundo muerto! Ante ella todos somos iguales: la muerte. No comprende nuestros enredos terrenales ni brinda preferencias, no importa lo distintos que nos juzguemos será siempre el último enemigo a enfrentar, y jamás será vencida.
Mi cuerpo estaba destrozado, la sangre de mi cazador fluía de sus heridas y penetraba en las mías, me embriagaba. Aun cuando entendía que luchar por mantenerme despierta era inútil, lo hacía deseosa, sólo para ser testigo de aquel ritual. Sentía su calor envolviendo afectivamente lo que quedaba del mío, mientras ambos nos extinguíamos. Podía sentirlo a él, dentro de su pecho arruinado aún quedaba vida, un corazón que seguía latiendo lenta y dolientemente, sufriendo sólo para mantener vivo aquel momento. Él me susurraba al oído su verdadero nombre, pidiendo perdón y suplicando mi compañía en la penumbra. Juntos, como uno, atravesamos el valle de la oscuridad: almas de dos amantes que en comunión van a tomar parte en el eterno. Así abandonamos nuestros cuerpos que solemnemente formaron un sólo cadáver.

En el último suspiro de nuestras vidas, ¿qué somos?: un cazador y una presa que se persiguieron hasta la muerte, o un par de seres, que como tales, expresaron su amor en un nuevo nivel.


La Sinfonía de la Sirena | El Despertar | III

Susurros del ayer

¿Nuestros padres? ¡¿Que si los recordamos?! Viven en nosotros, bajo nuestra piel. Los ancestros del sueño duermen dentro de cada uno, como capitanes del barco con el que navegamos en el mar del tiempo.
¿El día en que llegamos? Pero si nacimos en este mundo, frutos de la vida… aunque nuestros recuerdos hablan de otras tierras, otros aires y otras aguas; nuestros padres nos trajeron aquí, en un tiempo inmemorable. Todo es parte de un viaje, el camino espera adelante. ¿De dónde venimos?, ¿a dónde vamos? Poco sabemos de ello y así continuamos sin resistencia, pues es nuestro deber.
¡¿Que quiénes son ellos?! ¿De dónde son? Nunca lo supimos realmente, quizá nunca lo sabremos. Aparecieron entre nosotros como el amanecer, dando la impresión de que tenían ya tiempo aquí… y así era; sólo una cosa es segura, ellos no son nuestros padres.


La Sinfonía de la Sirena | El Despertar | II

Pilares de la iglesia

–¡La iglesia, hermanos míos, es una luz que brilla en las tinieblas!
¿Por qué alza la voz?, ¿por qué la gente afirma con la cabeza? ¿Escuchan lo que dice?, ¿o reaccionan de forma necia, como quien sigue ordenes sin cuestionárselas? Estas y otras preguntas rondaban su mente al encontrarse frente al altar de la iglesia que custodiaba las cenizas de su padre, quien el próximo enero cumpliría seis años de fallecido. Era julio, día de su aniversario; como todos los años desde la tragedia, visitaba el lugar llevado por su madre. Aquel opulento templo de mármol verde y cantera gris había sido escogido por la viuda de Morrison como alberge para los restos de su marido. Jacob nunca estuvo de acuerdo, entendía de sobra que su padre tampoco lo hubiera querido. Siendo entonces sólo un niño, “incapaz de entender”, no tuvo voz en aquella decisión. No pudo hacer más que lo que había venido haciendo desde entonces: bajar su cabeza y callar, guardar respeto ante “las cosas de Dios”. Era una carga, aquellos lugares le desagradaban, no había un solo recuerdo en sus dieciséis años en el que hubiera visitado un templo por voluntad y lleno de gusto. Sólo el respeto a su madre y a la imagen que se había impuesto de su difunto marido lo mantenían ahí; para honrar la memoria de su padre él conocía otros actos, actos que no eran bien vistos en aquel lugar.

–¡Una luz, hermanos, que ilumina la senda por la que anduvo nuestro salvador! ¡Una senda que lo llevó al sufrimiento! ¡A la agonía! Pero que además de todo, ¡no fue un camino fácil! –los incesantes gritos del cura lo mareaban y el sofocante humo del incienso lo cubría. Le golpeaba de lleno, movido por un brazo invisible que incluso torcía el sonido para concentrarlo en sus oídos. Era como si alguien tratara de derribarlo para callar todos sus pensamientos rebeldes, contrarios a la impecable fe de su madre y los presentes. La impresión en medio de su somnolencia lo hizo concluir en la imagen de un horrible juego de brazos que arrastraban luz hacia una boca ensanchada.
–Y todo esto, hermanos, ¡para salvarnos! ¡Del fuego eterno! ¡Del! ¡Tormento! ¡Eterno!
Mientras el cura remarcaba la última frase, Jacob perdía la lucha contra el desmayo; todo comenzó a volverse tardo. Abrió la boca para quejarse con su madre, pero no consiguió articular más que un entrecortado sonido que fue ahogado por los gritos del cura; cayó, perdiendo el conocimiento.

–Navegante, navegante –decía una voz lejana que aunque sonara dulce y maternal, no parecía del todo propia de una mujer. Lo estaba llamando, pero no por su nombre. Abrió los ojos, la claridad entró poco a poco. Se incorporó, miró a su alrededor, encontró todo cuanto había visto antes de caer: las paredes de cantera, las arañas de luz colgando del techo, los cirios, las velas, el altar… todo; pero no encontró la fuente de aquella voz, ni a su madre, ni cualquier otro ser que hiciera sonido alguno. Aparentemente estaba solo en el lugar y, aunque todo estaba en su sitio, había algo más que le parecía bastante extraño. La iglesia era iluminada por una tenue luz azulada que provenía de todos lados, además era raro que al estar en el duro suelo no lo sintiese frío, sino al contrario, fue cálido y cómodo. Acaso aquella luz lo entibiaba todo; pues no sentía ni pizca de frío a pesar del clima y la ambientación cavernosa del edificio.
–¡Bienvenido, viajero de tiempo y espacio! –encontró la fuente de la voz; frente a él apareció un ser humanoide de estatura considerable, dándole la espalda y mirando hacia el altar. Su aspecto era imponente: no tenía cabello, llevaba una túnica ceñida a la cintura por un esbelto fajo metálico y todo él era rodeado por un resplandeciente anillo de luz, como si el brillo azulado de aquel lugar se concentrara en su figura-. Recuerda esto, navegante: una luz en las tinieblas puede ser una trampa del cazador para atraer a su presa.

–¿Quién eres? ¿Qué es este lugar? –preguntó el muchacho.
–Soy un mensajero –respondió aquel, volviéndose repentinamente. Jacob se estremeció al ver su mirada, era la más penetrante que había visto hasta entonces: una mirada azul, profunda como el océano. Su rostro era curiosamente bello a pesar de su rareza, de facciones delicadas y piel en extremo clara, reflejaba de manera efusiva la luz azulina del entorno. Carecía de nariz, por ello tenía una hinchazón apenas notable en su faz, ausente por completo de fosas nasales; un orificio de forma romboidal, ubicado entre la unión de sus ojos, debía permitirle respirar y quizá algo más. Su cabeza era ovalada y pronunciada hacia atrás, su frente era amplia. A los costados tenía anchos y firmes pliegues de piel, semejantes a aletas, surgiendo detrás de sus mejillas y cubriendo sus oídos.
–Ten calma –dijo sonriente al observar la reacción del muchacho, un par de colmillos brillaron bajo sus pálidos y delgados labios-, pronto sabrás por qué te he traído aquí –luego extendió su mano de sólo cuatro dedos: un pulgar, dos de longitud semejante, y uno más pequeño y delgado; todos con puntiagudas uñas sutilmente lilas. Señalaba el altar, donde el cura había aparecido inmóvil y con la última expresión grabada en la mente de Jacob antes de caer, como una imagen extraída de sus recuerdos. Aquel exclamó en tono burlesco-. ¡Un curioso personaje! ¿No crees? –Volvió a fijar la mirada en Jacob, sólo para verlo estremecerse y bajar la vista por segunda ocasión; decidió ir al grano-. La luz no es señal de un camino concluido viajero, por sí sólo el sufrimiento de un hombre no salvará a nadie; ni siquiera el sacrificio de mil iguales les otorgaría la salvación: esta corre por cuenta propia. La luz tampoco ilumina siempre el camino correcto, abre los ojos de la razón, ve más allá; si te dejas cegar por la luz, no verás el suelo que pisas, ni a donde te llevarán tus pies –hizo una pausa y después continuó con más seriedad-; está iglesia, como muchas otras, refleja el miedo más arraigado del hombre: la muerte y la duda. La Fe es agua para la sed del alma, tranquiliza a los hombres y disipa sus temores. No hay miedo al infierno cuando se cree tener ya un lugar en las alturas; en medio de tanta luz se olvidan que para alcanzar un destino hay que recorrer el camino que llega a él. La vida es una senda traicionera en la que no basta con caminar, sino caminar despierto. Es fácil llegar a un lugar indeseado sin vigilar los pies. Te he traído aquí para advertirte, navegante: la tormenta se asoma en el horizonte; el barco legado por tus ancestros no resistirá las nuevas marejadas. La promesa del paraíso ya ha cegado a muchos, la luz de la bestia brilla con intensidad renovada. Los pilares que la custodian están por caer, se alzará nuevamente pidiendo sangre.
La severidad con que hablaba era imponente, pero el silencio siniestro que acompaño su última frase fue mucho más incómodo para Jacob.
–No entiendo… –balbuceo, esperando escuchar algo más alentador.
–No todas las ovejas siguen al pastor, encuentra tu camino y guía a los tuyos. El tiempo se termina viajero, no puedo decir más por ahora –Extendió su dedo índice, de la punta surgieron ondas, como si tocara el agua. Todo ondulaba, él se doblaba, sentía como si fuera a desmayarse nuevamente. Cayó al suelo… o eso imaginó, no hubo impacto, sino oscuridad-. Sólo te hago una última advertencia –dijo aquella voz, difusa entre su propio eco-: la confusión te morderá con el veneno del olvido, si a algo debes aferrarte para salir a flote, es a tu nombre ¡Nunca olvides tu nombre!

Se encontraba en el frío suelo del templo, su madre le abanicaba el rostro, no entendía lo que ocurría ni tenía idea de cuánto tiempo había pasado. Sus recuerdos no eran claros, pero una frase permanecía latente en su mente, como un eco: “La tormenta se asoma en el horizonte”.


La Sinfonía de la Sirena | El Despertar | I

El zorro y la luna

Los ruidos de la noche me tranquilizan, me tumbo en la hierba y escucho; los ruidos me llaman. Miles de demonios cantan un himno al cielo ensombrecido y a la brillante luna, pues luz y oscuridad guardan un romance, somos testigos de sus caricias. Bailan en una marcha lenta, sus pasos son apenas sensibles al ojo de aquellos que, siendo amantes de la noche, se han detenido a mirarle; nocturnas bestias que en la oscuridad se enredan y con las sombras se mueven. Escuchando el vals de la luna, interpretado por las voces e instrumentos de los hijos de la noche, surge en mí el deseo de fundirme en este encuentro, pues ya luz y oscuridad son una sola. Soy testigo, me recuesto, escucho y admiro.

El viento me acaricia; sueño, corro por la pradera tan rápido como un alma libre. Al igual que una serpiente, muerde en mis adentros un siniestro golpe de adrenalina. Mi espíritu, antes en calma, se desborda de inquietud sin interrumpir mi paso. El tiempo se paraliza. Alguien me observa, me estudia desde la lejanía escondido entre la maleza. Jamás me había enfrentado a bestia tan letal, me convierto en la presa de un cazador que el mismo infierno escupió. ¿Por qué?, ¿qué es lo que quiere de mí? ¿Qué busca?
Algo penetró mi frente, no pude anticipar su llegada. Detenerme fue imposible, la muerte llegó con el crujido de mi cráneo, mientras la inercia me llevó a la tierra. Sangrando, tirado en el suelo, todo comienza a desvanecerse. Algo se acerca a lamer mi herida, alcanzo a sentir su lengua bebiendo de ella. Con sus colmillos me sujeta por el cuello y me lleva a donde su amo. Me desvanezco, me voy; el miedo que sentí al encarar el final se ha ido por completo y la libertad que experimento ahora no tiene comparación. Me voy, me olvido de este mundo. Sólo queda el dulce dolor que provoca el último aliento, un dolor que culmina con una explosión de placer y tranquilidad; semejante a un orgasmo inducido por el ser amado. Como si una gran espera terminara, dichoso me fundo con la existencia.

El sol me da en el rostro, me despierta; la noche ha terminado. Nada puedo recordar. Por alguna razón desconocida soy feliz, soy el ser más próspero en este bosque. Esta felicidad me hace correr sin dirección, sin destino fijo. Así, sin más, comienzo mi viaje hacia la dicha infinita, el gran viaje que estoy destinado a recorrer, como todo ser vivo en el universo. Llego a la pradera sin advertir la presencia del enemigo: un humano y su perro me observan cobijados por la maleza, esperando el momento perfecto para darme muerte; mi felicidad me ciega y no me permite darme cuenta de esto sino hasta que ya es demasiado tarde.

Ahora soy parte de la existencia inerte, mi piel adorna una pared en la casa de mi asesino y mis restos se pudren entre sus desperdicios. Mi cuerpo, sólo polvo, es ahora realmente uno con la creación, uno con el todo; pues se funde lentamente con él. No obstante, mi ser es ya uno con El Dios, soy el ser más próspero del universo… pero, ¿por cuánto tiempo?


Frente a la costa de la eternidad...

Hace más de tres años que comenzé con un proyecto personal, dicho proyecto, al día de hoy, me ha cambiado bastante. El producto, más que un libro terminado o un blog lleno de lectores, ha sido una perspectiva totalmente distinta del universo y el gozo de escribir y ser leído, cuando menos, por un grupo de personas. Quiero compartir dicha perspectiva con ustedes, si me lo permiten, a travez de los textos de esta novela que comenzé a escribir hace tres años.

Una vez más, desde el comienzo, parte por parte. He renovado cada texto, revisando cada parrafo en busca de las ideas de ayer, enfrentandolas con las de hoy. Siento que ha sido lo mejor, espero que mis viejos lectores continuen dispuestos a leer esta novela. Se daran cuenta de que algunas cosas han cambiado, yo espero que dichos cambios sean de su agrado.

A los nuevos y a los viejos lectores, les agradesco su atención de antemano y los cito cada domingo en este lugar, para leer una nueva crónica.

Mañana, todo comenzará de nuevo...


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