La Sinfonía de la Sirena | El Despertar | XV

Purgatorio

El agua de la regadera me caía sobre la espalda, el vapor lo nublaba todo, me asfixiaba. Así como hervía el agua, así me hervía el alma. ¡¿Cómo podría calmar aquel tormento?! Había asesinado a mi propio hijo.
Su sangre no se derramó sobre mí, mis manos nunca lo tocaron, pero es mía la responsabilidad de su muerte. Su padre lo había educado bajo creencias y costumbres que yo no compartía; jamás lo reconocí como un acto positivo, y desde que partió traté de cambiarlo; sólo conseguí poner a mi hijo en contra mía.
¿Era voluntad de Dios que muriera? El sufrimiento destroza mi fe, ¿es esto un castigo por mi fracaso en su formación? Di todo cuanto pude para cambiarlo, ¡qué difícil fue! Sé que debí guiarlo por el camino de la luz, pero él se resistió... ¿Y si todo fue una prueba, una cruz por cargar? Si fue así, he fallado, he perdido el cielo.

¿Quién define la voluntad de Dios? Él desea y nosotros interpretamos. El pastor no habla con las ovejas, pues son sordas, testarudas y faltas de comprensión. Simplemente las arrea, las conduce. ¿Prueba o castigo?, ¿bendición o tentación?, ¿bien o mal?; ¿nuestra conciencia lo determina por sí sola, o Dios intercede a través ella?
Discutía con mi hijo, toqué la herida: hablé de su padre. No era mi intención hablar así de él, pero la discusión se tornó hostil y dejé de darme cuenta de mis palabras. Extrañas sombras perseguían al hombre que llamé mi esposo; no era una mala persona, tampoco fue un mal padre, mi hijo guardaba una imagen venerable y mi amor por él también era grande, pero su fe estaba mal orientada; extrañas sombras lo perseguían. Todos guardamos secretos, pero los suyos eran verdaderamente oscuros, lo sé porque lo veía en sus ojos, el trémulo resplandor de un pasado misterioso. Ya no creo encontrarme en posición para juzgar el bien o el mal, pues cuelgo de aquí, sujeta del cuello por mi propia voluntad. ¿Desear ver a Dios es un pecado?
Después de la pelea, se fue, salió de casa como otras noches, pero no llevó consigo nada. Creí que volvería pronto; nunca regresó. Fui a buscarle, deseaba que de mis labios saliera el perdón, deseaba disculparme; pero de mi boca sólo escapó un grito de horror al encontrarme con su cuerpo hecho pedazos.

Yo maté a mi hijo, lo maté con cada minuto que aplacé la disculpa, lo maté al dejarle cruzar el umbral de aquella puerta; mi orgullo lo asesinó. Si tan sólo le hubiera detenido… si tan sólo le hubiese pedido perdón antes de que partiera; pero no, duele que no se puedan cambiar los hechos. En lugar de una disculpa, lancé al aire la última estocada, las palabras más hirientes, la maldición que acabó con él. Torturantes ecos son hoy mis palabras; sin oídos que obstruir y sin boca para gritar, hoy sólo recibo el dolor sin poder rebatirlo.
Si las ovejas desobedecieran, si se dejasen guiar por esas voces que tientan, esas que llaman desde la oscuridad, si se desviasen del camino del pastor, irían directo a las fauces de los lobos, directo al tragadero, a las garras de las bestias que danzan en las sombras. Yo le hablé de esto, le advertí que se alejara de esas voces pecaminosas que llevaron a su padre a la tumba; le advertí que las fauces de la bestia le seguirían hasta la muerte de continuar con su actitud hipócrita e indistinta ante las cosas de Dios. La debilidad de nuestros cuerpos, la flaqueza de nuestra alma, sólo es comparable con la fuerza y poder de nuestro Señor; si él nos acoge con los brazos abiertos, ¿por qué insistimos en darle la espalada y buscar protección donde sólo seremos la carne del plato?

Apenas vi sus restos frente a mí, mis palabras comenzaron a torturarme, repetidas constantemente por mi cruel conciencia, demonio enviado a esta oscuridad para atormentarme. No podía darle crédito, deseaba que todo fuese un sueño, una pesadilla; no importará ahora cuanto ruegue a Dios por mi hijo, él nunca volverá a mis brazos. La gente del pueblo fue en contra de las bestias de los alrededores, creyéndoles una amenaza; les cazaron y dieron muerte, culpándoles de ser los victimarios. Un injustificado exterminio de las criaturas de Dios; si ellos fueron o no enviados por él para matar a mi hijo carece de importancia, yo y mi orgullo fuimos los reales asesinos. Yo fui quien me mantuve al margen de su comportamiento; si bien, traté de cambiar lo que su padre sembró en él, jamás concluí la misión. Sólo me engaño al decir que hice cuanto pude, siempre hay algo más por hacer, y yo me quedé estancada, confundida, indiferente… ¿acaso debido a que de joven fui igual a él; algún sentimiento contra la represión de mis padres habrá enflaquecido mi voluntad, una inclinación hacia la rebeldía, empolvada en algún rincón? No, todos los hombres somos testarudos al crecer, es normal. Entonces ¿qué me detuvo?
La desesperación consumió mi fe, esa que se erguía pulcra, de la que me jactaba implacable; al final se desmoronó como si realmente estuviese hecha de pan y vino, y no del cuerpo y la sangre de un Dios. No hubo oración que llenase mi alma, no hubo suplica que curase mi intranquilidad… ¡no hubo deseo que la misma fe pudiera calmar! Al final sólo desee verle. Ver a Dios, aunque fuese como aquel juez o verdugo en el juicio de mi muerte, ver su rostro y preguntarle si en el libro de la vida estaba escrita la tragedia de mi hijo, o si todo había sido una prueba; si en algo fallé, acepto su condena; pero si no hay respuesta, si sus labios permanecen mudos, merezco mirar en sus ojos en búsqueda de la verdad, la razón, el porqué, inscrito en esa mirada de Dios, ausente en los rostros de porcelana en las iglesias. Desearía saber cuál es su voluntad, cuál su plan… ¿por qué se ha tardado tanto en conseguirlo? ¿En verdad desea que nosotros, los hombres, alcancemos la salvación siguiendo su camino? ¿Y cuándo terminará el viaje?, ¿será que Él mismo no ha podido concluirlo? ¿Cuánto más tendremos que esperar por su llegada?, ¿hasta la hora de nuestras muertes?, ¿qué ganará Él con eso? ¿Su satisfacción es que algún día pasemos a formar parte de Él?, ¿no lo somos ya?
Nunca vi a Dios, puede que este molesto conmigo… Adelanté el final de mi viaje, cambié lo escrito, cambie su plan… ¿es por eso que el suicidio es un pecado, porque no tenemos permitido cambiar lo escrito? No me queda duda, todo ha sido una prueba perdida. No tenía derecho a rendirme, debía permanecer de píe mientras todo se desplomaba nuevamente, ensordecer ante las injurias, ser ciega ante el dedo que señala. Vi a mi esposo morir en manos de un espectro terrible, vi los restos de mi hijo dispersos en el bosque, me vi a mí en las sombras… y en las sombras brilló la muerte; merezco esta oscuridad, merezco este sufrimiento. Mi juicio no ha llegado aún, tengo que esperar por él, cuanto más se aplaza su llegada, más me arrepiento de mis actos. ¿Podré alcanzar la redención? Quizá no, ya he blasfemado bastante.

Y aun así lo vi otra vez, no a Dios, sino a mi hijo. Temblaba sin control, apenas si pude ponerme de pie sobre la silla. Mientras llevaba el nudo a mi cuello, lo vi, un recuerdo radiante: habíamos compartido algunos de los momentos más felices de nuestras vidas; las lágrimas empapaban mis mejillas, aquello pertenecía a un mundo extinto, junto con él yo me extinguía. El nudo estaba listo, tumbé la silla: “Sin marcha atrás…” Fue como entrar a un pozo sin tocar el fondo, verdaderamente fue como caer. Cada sensación fue sofocada, entumecida. Todo desapareció, todo menos yo. Seguía ahí, en alguna parte… quizá aún sigo en mi cuerpo, no puedo saberlo; la muerte es más lenta de lo que imaginé. Pronto apareció el residuo encandilado de aquel recuerdo que me saludó en la antesala de mi muerte. Permanecía con latidos inestables, un borroso fantasma. Al principio no lo concebía, fue tomando forma, por un segundo era la nada y de la nada surgí. Entonces estaba frente a mí, su mirada, incrustada en el semblante de un muchacho de pelo rubio. Aquel joven me pareció tan familiar… era algo más que un rostro conocido, el resplandor de sus ojos estaba ahí, no cabía duda, aquél era mi hijo. ¿Crees que aquello fue algún consuelo? ¿Crees que verle con vida fue algún alivio para mi alma? ¡No! Todo aquello, cada largo y lastimero segundo que duró, fue el más terrible de los sufrimientos; peor que haber muerto en pecado. Él sólo miraba mi cuerpo colgante, derramando lágrimas en un rostro pasmado. Sufría de una forma conmovedora, un sufrimiento silencioso que compartía profundamente. Estábamos tan conectados y aislados a la vez. Él, un resplandor en la lejanía, y yo, un rescoldo en extinción, olvidado en el rincón de un bulto que comenzaba a descomponerse. ¡Cómo me gustaría haber tenido lengua para hablar! Hubiera cambiado la entrada al cielo, de tenerla aún, por un cálido abrazo y mis disculpas; esa habría sido la despedida adecuada antes de partir hacia las puertas del infierno. Nunca imaginé una condena semejante a esta, encerrada en un cuerpo sólo para sufrir, sin poder cambiar nada y encima de todo saber que ha sido voluntad propia. No es posible apagar la luz, no es posible rendirse… ya he dado ese paso. Sólo queda esperar la calma.

Más tarde le vi alejarse; su imagen permaneció en mí carcomiendo mi cordura. ¿Por qué volví a ver su mirada en un cuerpo ajeno? ¿Quién era él? Nadie contesta a mis gritos y plegarias. Ruego por una respuesta, pero el silencio reina en este lugar y aún no entiendo el porqué.


Episiodio XV Retrasado

A mis lectores...

Debído a una serie de infortunadas coincidencias, no pude concluír los preparativos necearios para el episodio de esta semana. Dado que aún se encuentra en revisión, me veo en la necesidad de retrasar su publicación hasta el próximo domingo. Lamento este retraso y espero no haberlos defraudado.
Si esta es tu primera visita, aprovecho para presentarme. Mi nombre es Josué S. Martín, hace aproximadamente cuatro años empezé un proyecto literario, el cual está frente a tus ojos. Correción tras correción llegué a esto, desde hace casi cuatro meses inicié la republicación de todo mi trabajo. Ha sido una descición afortunada y ahora ha ganado más seguidores que nunca, estoy agradecido con todos mis lectores.
Lo que tienes aquí es la culminación de mis cavilaciones; reflexiones, cuentos cortos, narrativa fantástica, fábulas animales, misterio... todo entrelazado en el proyecto más ambicioso que he emprendido hasta ahora. Si tienes un tiempo, te invito a leer. Puedes hacerlo aquí, en el blog, explorando las entradas que son episodios individuales y completos (aquí hablo un poco sobre las herramientas de exploración que desarrollé para el blog) o descargando el PDF, que he formateado para uso en dispositivos móviles.
¡Este sitio y su contendio es gratuíto! Soy partidario de la autoproducción y del uso de licencias abiertas como Creative Commons (leer sobre eso). Si te ha gustado y quieres apoyarme, puedes cotarle a tus amigos sobre el blog o dejarme un comentario con tu crítica u opinión. ¿Algúna duda? También respondo lo pertinente y a la brevedad posible... Aunque, dado que la narrativa es misteriosa, algúnas preguntas no podrán ser respondidas, será trabajo del lector encontrar la verdad... el mío fue esconderla.
"Eres bienvenido viajero a este altar de leyendas..."


La Sinfonía de la Sirena | El Despertar | XIV

Metamorfosis

La nieve rechinaba al comprimirse bajo sus pies, el viento le alborotaba los cabellos, que iluminados por la pálida luna llena, se miraban por completo grises. Su andar no llevaba un paso firme. La noche le había ido envolviendo hasta aquel punto en que le había devorado por completo. Casi consumaba un día entero errando por el bosque, buscando la quietud sin que esta llegara a cobijar su mente. Había olvidado la sensación del frío, pues este ya no se presentaba en su cuerpo; ¿sería que ya no sentía nada? Así parecía, perdía agudeza en los sentidos, se apagaban; estaba en el fondo de una cavidad, mirando desde lejos: tenía la impresión de ocupar un cuerpo ajeno. Su ansiedad se disparó con aquel pensamiento, como si tocase el punto sensible de la herida en su alma. Se llevó la mano a la cabeza, encontró su cabello más abundante de lo que debería; ya no tocaba, sino que introducía el dedo en la llaga. No estaba equivocado, aquella pesadilla no se detenía. Estaba aterrado, jamás se había enfrentado a sucesos tan extraños e inquietantes, nunca había sentido miedo que pudiera comparase con el que sentía ahora.
–Debería estar muerto… pero sigo aquí. ¿Qué soy? ¡¿Quién soy?! –Arpones afilados de confusión pinchaban su memoria, corrompiéndola, cada vez era más difícil encontrar una respuesta. Monstruos informes lo arañaban, perdía la conciencia y comenzaba a moverse involuntariamente, como vegetal andante, hasta que un nuevo golpe de ansiedad lo devolvía a su realidad intranquila y tormentosa. Nada era estable, todo se transformaba.

Había vuelto a ese estado casi vegetal en donde perdía toda voluntad. Por fuera, su cuerpo, sin más movimiento que el de su andar, no daba señal alguna de inquietud; sin embargo, dentro de él se libraba una verdadera lucha entre la lucidez y la desesperación. De pronto, cada ruido que llega a sus oídos es motivo de un sobresalto; como un animal indefenso que se encuentra perdido y rodeado por depredadores. Su intranquilidad se convierte en demencia, un deseo incontrolable de correr se apodera de él. Corre entre los árboles, su pie choca contra el borde de una raíz y cae rodando por una loma; pero no se detiene. Sin una coordinación exacta, trata de incorporarse y seguir huyendo; sus arrebatados movimientos no tienen efecto alguno. Ha caído en una trampa de nieve cuya profundidad rebasa la mitad de su estatura; lo blando del suelo y sus movimientos bruscos convierten su deseo de huir en una tarea imposible. Una ráfaga de viento lo golpea, cristales de hielo, finos como polvo, rasguñan la piel descubierta de su cara; su locura es tal que no puede sentirlo y continúa con su frenesí sin tratar de cubrirse. Con todos los elementos en su contra, sólo consigue revolcarse en el mismo lugar. El silencio del bosque es profanado por un grito de impotencia, su grito se extiende entre los montes, amplificado por la geografía del lugar. Al final, ya no parece provenir de él, su garganta ha dejado de gritar y él continúa escuchándose, pero como si fuera un grito lejano que calla gradualmente.
Corre a toda prisa, no se ha incorporado aún, pero puede moverse con increíble agilidad. El eco de sus dudas hace silencio en su memoria, sepultado de indiferencia, ahogado por el trotar de sus pasos. Lo único que importa es correr, huir, aprovechar que ahora puede hacerlo, aprovechar que la nieve ha desaparecido.
–Corre, corre, corre. Más rápido, inalcanzable, sólo corre… –dice una vocecilla, suave y dulce, como la de un niño. Se le escucha cerca, muy cerca.
Las hierbas, más altas que él, rozan su rostro; puede sentirlo, de nuevo siente. Corre… impulsándose con manos y pies, ¡qué importa cómo! Sólo importa correr. Un aroma en el aire le detiene, se detiene poco a poco; ha dejado de correr… Está en cuclillas, a los pies de un árbol en un nevado bosque… ¡No! En el campo, en cuclillas en medio de la pradera. Mira el cielo azul y despejado, pero mirar la bóveda celeste no es lo que le interesa, pues mira hacia arriba sólo para olfatear mejor entre los pastos y rastrear la fuente de ese aroma.
–Deseo… –dice la vocecilla.

Está desnudo, mira su cuerpo: está completamente desnudo. ¿Cómo llegó ahí? La incongruencia le ataca nuevamente, aquello es cada vez más incomprensible. De vuelta a la inestabilidad, ¡de vuelta a la locura!
–¡Cómo! –exclama al tocar su cabello y sentirle de nuevo más abundante de lo que su corrupta memoria le indicase-, ¿estoy aún fuera de mi cuerpo? –No siente que sea así. Palpa su rostro, le es tan distinto y tan familiar a la vez. No es la forma de un rostro humano, pero siente como si ese hubiera sido su rostro por un largo tiempo. Aleja las manos de su cara: son tan distintas ahora. Sus dedos se han vuelto cortos y gruesos, de color oscuro y muy juntos, con uñas largas y estrechas; sus palmas se han vuelto acojinadas y ásperas; sus pulgares se han reducido hasta casi desaparecer. La parte posterior de sus manos está cubierta por pelo negro; éste se vuelve rojo mientras se aleja de sus muñecas y continúa así por sus brazos; sigue desnudo, pero su cuerpo ahora está completamente cubierto de bello, fino, dócil y abundante; blanco en su pecho y rojo en su espalda, pues ahora su cuello es más flexible y puede mirar por encima de su hombro, el cual se encuentra muy unido a su tórax. Se examina, escudriña en cada parte de él; todo es distinto. Sus piernas se volvieron cortas, sus pies adelgazaron y se alargaron, ¡ahora su talón parecía otro codo! Sus orejas también se alargaron, tomando una forma puntiaguda, ubicándose en una región distinta de su cabeza. Hasta sus genitales habían cambiado: su miembro, que se sentía delgado y óseo, se encontraba dentro de una funda de piel cubierta de bello blanco y adherida a su abdomen por una delgada membrana. Su espalda no terminaba donde comenzaban sus piernas, continuaba en otra proyección, formando una cola cubierta de pelo esponjado. ¿Acaso era victima de una metamorfosis? ¡¿Se había transformado en un animal?!
La desesperación lo invadió de nuevo, esa duda frenética, esa verdad que parece mentir, esa enfermiza intranquilidad… Cosa curiosa, parecía afectar su forma y la de su entorno. Conforme aparecía y se apoderaba de su ser, su cuerpo retomaba un aspecto humano y se trasportaba de la tarde en la pradera a la noche en la montaña nevada. La impresión le dio un curioso respiro de tranquilidad, una tranquilidad bastante reflexiva y alentadora, como si comenzara a descubrir una solución o una explicación. El aroma de antes regresó, entró penetrante en su nariz. Le invadía e inquietaba, subía su adrenalina. La nieve que comenzaba a aparecer se desvaneció de golpe y su cuerpo se cubrió de nuevo por aquel pelaje rojo y blanco, pero él dejaba de ver aquello como un fenómeno aterrador.

–Ese aroma… –dice la voz de infante al tiempo que él escudriña el aire con la nariz-. Estás aquí, cerca, muy cerca… tanto, que con mi olfato casi puedo tocarte.
Embriagado por el aroma y olvidando por completo su transformación junto con las dudas que le acosaban, el muchacho (si es que aún se le puede llamar así) comienza su asecho entre los matorrales, guiado por su olfato. Entre el forraje visualiza una liebre asomándose fuera de su escondite; espera el momento adecuado para atacarle, agazapándose tras unos arbustos. La liebre sale por completo de su madriguera y comienza a alejarse poco a poco de ella. El aroma es intenso, lo inquieta, no puede contenerse más.
–Deseo, deseo, deseo… tu piel entre mis dientes.
Salta sobre ella, la liebre no consigue huir. Paralizada por el miedo, queda en pocos segundos envuelta entre sus garras; no son muy distintos de tamaño. Las fauces de la bestia se cierran, castigando el cuello de la liebre, destrozándolo y penetrándolo con sus colmillos. La sangre de aquella presa baña su cuerpo como una tibia cortina, una buena parte se escurre por su garganta. Toda la adrenalina desatada por su aroma, toda esa excitación, culmina en aquel acto delirante, donde enardecido despedaza el cuerpo de su desafortunada víctima.
–Un sólo ser, nada más. Ven a mis fauces, deja que tu sangre fluya, entrégate…

Las tibias gotas de un líquido desconocido se deslizan por el pecho del muchacho, se hallaba encorvado sobre la fría placa de hielo de una charca congelada. Con las mandíbulas sujetaba una liebre por el cuello, tirando de ella con fuerza, haciendo uso de ambas manos. Se percata de esto con espanto, el sabor de la sangre invade repentinamente su lengua; siente cómo el débil pulso del animal arroja chorros de este líquido a su garganta, llenándola más rápido de lo que podía tragar; una parte considerable se derramaba. Con asco tira lejos el cuerpo, vomitando coágulos del ajeno fluido rojo. Recupera su conciencia con horror, deseando que sus ojos mintieran.
–¡¿Ahora qué?! –Sus manos están bañadas de sangre, trata de limpiarlas frenéticamente en la delgada capa de nieve que cubre el hielo, pero es inútil, continúan manchadas y sucias. Su cuerpo, todo él está bañado en sangre, desnudo y bañado en sangre.
Mira a lo lejos el cadáver de la liebre: lo rodea un charco de color tinto, parte de este comienza a fluir en un delgado río que se mueve con rapidez hasta llegar a donde él se encuentra. Alcanza sus pies y los cubre, lo cubre a él, lo mantiene ahí: sujeto, sin posibilidad de huir. Sus oídos son saturados por un ruido semejante al de los grillos, pero más agudo y prolongado. El cadáver de la liebre se incorpora, erguido sobre sus patas traseras. Está destrozada: su cuello, doblado en varios ángulos casi rectos, mantiene su cabeza colgando con las orejas apuntando al suelo. En sus ojos abiertos se dibuja un iris de color grisáceo que lanza destellos, reflejando la luna; una sonrisa comienza a formarse en su rostro, una expresión bastante familiar para él.
–¡No! ¡Basta ya! –gritó desesperadamente al reconocer dicha mirada; esa que quedase grabada en su mente, cual trauma, desde la noche anterior. La liebre enderezó su cabeza en un movimiento brusco, trozos desgarrados de piel colgaban de su cuello. La sonrisa continúa extendiéndose por su rostro, deformándolo, llenando de pliegues sus mejillas, mostrando hasta sus molares; aquella expresión comenzaba a convertirse en un gesto imposible de reproducir-. ¿Por qué Isaac…? ¿Por qué ha pasado esto? –se dirigía al espectro usando aquel nombre que, al igual que el suyo, se desvanecía poco a poco de su mente con cada segundo de locura que pasaba.
Deseaba olvidarlo, y aunque no fuera así, sucedía, había estado olvidando, su pasado se desvanecía; se quedaba en esa cavidad oscura, mirando desde lejos mientras la luz se apagaba, se desesperaba, intentaba surgir de entre las sombras y entonces lo golpeaba de nuevo, el terror –¡Esto no es real!-, pensaba –¡Esto no puede ser real!-. Su mente era acosada por las imágenes de la noche anterior; cada detalle, cada sonido, cada sensación se encarnaba en su cuerpo con cada imagen: como si lo viviera de nuevo. Un castigo a su curiosidad.

El ruido cesó de repente, todo el horror comenzó a disiparse en la tranquilidad. Su cuerpo aún se estremecía cuando levantó la mirada para comprobar que no había nada: el hielo se encontraba limpio, estaba vestido de nuevo, no había sangre; todo debió ser una alucinación. Aún no despertaba de aquella pesadilla, pues seguía ahí, perdido, sin saber con exactitud lo que sucedía. Tenía que entender, tenía que asimilar aquello por extraño que fuera, no soportaría caer de nuevo en la desesperación, pero tampoco se quedaría en las sombras. Miró al cielo, la luna brillaba en todo su esplendor, bañando de pálida luz aquel témpano de hielo.
–¡¿Qué es lo que soy ahora, Blanca dama de la noche?! ¡¿Qué es lo que debo hacer?! –imploró a la luna extendiendo sus brazos al aire, guiado por un ferviente impulso espiritual.
Una ráfaga de viento, que a lo lejos zumbaba con violencia, llegó hasta donde él; la sintió en su rostro como una caricia, una caricia que le devolviera los sentidos perdidos: el frío hizo presencia en su cuerpo nuevamente, calmando una de sus inquietudes. No sabía exactamente a donde ni que rumbo tomar, pero se dio cuenta de que había algo en él que deseaba guiarle desde el principio, sólo que sus dudas y temores le impedían verlo; fue aquella caricia tranquilizadora la que abrió su mente.
Se recogió los pies, temblando; tenía frío y el brazo izquierdo le escocia bajo unas vendas; sentía de nuevo, estaba feliz por ello. Cerró sus ojos: el calor le recorrió el cuerpo, como si de pronto estuviera cubierto por un tibio pelaje; el frío fue sustituido por una sensación cálida y cómoda. Se encontraba recostado en la hierba, en medio de un gran claro, los insectos nocturnos tocaban para él y la luna iluminaba su cuerpo, velando su sueño.
–Creo que comienzo a entender –dijo para sí, abriendo sus ojos, abandonando aquel trance-, ahora puedo ver; antes estaba ciego y tú… –miró su reflejo en el hielo: un muchacho de cabello blanco le devolvía la mirada, tras él, la luna brillaba inmaculada en las alturas-. Debo volver a casa… por última vez.
No muy lejos se alzaba una pila de rocas, se acercó a ellas para usarlas de refugió contra la ventisca. Busca descansar un poco, un viaje largo le espera. Siente algo en su espalda al recargarse, algo que rodea su pecho, semejante a un fajo. El sueño le invade y no concibe indagar en la identidad del extraño objeto; le cubre, opacando el frío de aquel lugar con el calor de una noche de verano. Un zorro duerme recostado en la hierba, la sinfonía nocturna toca para él, la luna vela su noche y el viento acaricia su rostro.
–Reina del cielo, yo soy tu fiel sirviente… –murmura entre sueños una dulce voz.


La Sinfonía de la Sirena | El Despertar | XIII

El Errante Nocturno

¿Lo escuchas?, ¿puedes escucharlo? Algo se acerca… ¿Escuchas? Es el sonido de la muerte, ya viene.
Me aterraba la idea de salir, mi cazador merodeaba en la oscuridad, podía escucharlo. Se disfraza de un blanco plumaje, sigiloso te cubre, sombra fugaz y nocturna, ángel o demonio de enormes ojos que arrebata la vida del suelo. Debía arriesgarme, mis crías necesitaban comida, no tuve otra opción. Aquella fue la última vez que les vi. No lloren hijos míos, mamá volverá pronto, traten de dormir.
El viento… ¿lo escuchas? La sinfonía nocturna, el murmullo de tantos seres que, al igual que yo, buscan alimento protegidos por la oscuridad… no, sólo escucho el silencio. Repentinamente cesó aquella música que llenaba el viento. El silencio inquieta mi alma, algo se acerca, ¿qué es eso que calla a los demonios de la noche?
Escucha… pisadas sobre la nieve, un ser de gran tamaño; algo anda sin rumbo entre nosotros, ¿qué será?
Ahora lo veo: es un ser errante. Noto el miedo en sus ojos, huelo la inquietud en el aire que lo rodea, percibo la locura haciendo vibrar el suelo que pisa con su descarriado andar. El enfrentamiento a una nueva verdad, el punto de partida hacia un nuevo destino, la inquietud y el miedo de viajar: abandonar lo conocido y enfrentar lo que está por suceder en ese incierto mañana.

En el pasado abandoné mi mundo, creí que el camino de los míos no era mi camino, no era por el que deseaba andar. Así abandoné a mi familia. Al principio me mantuve cerca, vigilante; no parecían echarme de menos, no faltaba en sus vidas. Finalmente entendí que yo era quien los necesitaba, pues seguía ahí, deteniendo mi andar sólo para mirarles con nostalgia. Había dado el primer paso y ya nada me haría volver.
¿Qué es un viaje? El camino, el tiempo, los lugares; todo lo que atraviesa un ser antes de encontrar su destino… pero, ¿se puede viajar ignorando el destino?, ¿habrían conocido nuestros ancestros su destino antes de comenzar el viaje que nosotros intentamos concluir? Incierto, todo eso es incierto, y es imposible conocer la verdad. Inicié mi propio viaje sin conocer mi destino, a fin de cuentas ¿qué es un destino en sí? Si hubiese fijado mi meta, habría fijado también un límite a mi vida. Preferí viajar con una venda en los ojos.

Una vez vi a un hombre llevando un grupo de ovejas a través del campo. ¿Conocían las ovejas su destino? No lo creo; mientras el pastor las guíe, ellas le seguirán, pues las ovejas desconocen lo que son y se limitan a lo que les permitan ser. ¿Guiaba algún pastor a nuestros ancestros cuando comenzaron el viaje, nos guía alguno ahora?
¿De qué se trata esto, es la voluntad del pastor la que mueve a todo su rebaño? ¿Qué son las ovejas, sólo objetos o posesiones para él? ¿Y qué hay de ellas, tendrán un mínimo de conciencia de lo que son? Es ahí donde la verdad es mentira y la mentira se transforma en realidad, la realidad en una cura y la cura en una venda que cubrirá el rostro del rebaño para que sus corazones no se inquieten. La venda será su cura, y esta cura será su realidad, pero esta realidad ya no será jamás una mentira, pues sus almas la conocerán como verdad. Entonces, los cuerpos del rebaño serán solo un instrumento, y sus almas dormirán tranquilas dentro de él. ¿Por qué, por qué andar ese viaje que el pastor guía?

¿Entonces qué son?: Seres que se han transformado en el cuerpo de algo más, un cuerpo que mantiene vivas sus almas, en cuya conciencia duerme la semilla de un dios. Ese dios, ese pastor, existe en sus cuerpos siendo ellas uno sólo; un pastor que existe a raíz de ellas. ¿Son distintos los hombres, no se han unificado y proclamado como dioses en incontables ocasiones? Ellos, guiados por su pastor, sin conocer su destino, caminan por esa senda, ciegos, sin mirar el suelo que pisan. Y aun así desean ver.
Si el rebaño conociera de golpe una verdad distinta ¿le lastimaría, heriría su alma? El ser que vi en el bosque era un joven humano; cuando me alejé de los míos, mi incierto futuro estremecía mi alma, pero nunca llegó a aterrarme de tal manera. El rostro del joven era más bien el rostro de un ser a quien de golpe se le ha extirpado de lo conocido, de lo que era su hogar, de lo que era su venda. No todas las ovejas seguirán al pastor, habrá algunas que, impulsadas por voces en el aire, se abrirán camino a través de sus propias sendas. Mi curiosidad y arrojo me separaron de los míos, pero, ¿qué habrá separado a él de los suyos como para impactarlo tanto?
Al final mi destino fue complaciente. Encontré un nuevo hogar, encontré a más seres como yo, pude formar una familia, completando así el ciclo de mi vida; dando al fin, en su última etapa, lo que se me entregó en el principio: la oportunidad de vivir. ¿Por qué partí? No lo sé con exactitud, sólo me dejé llevar por esas voces inquietantes.

Aquel muchacho pasó frente a mí sin notar mi presencia, un roedor de campo es demasiado pequeño para darse a notar en aquella situación. Permanecía oculta al pie de un árbol, mirándole, cuestionándome el porqué de su perdido andar. Admiraba su cabello, era del color de la luna y reflejaba la poca luz de esta que conseguía atravesar el espesor del bosque. Aquello era nuevo para mí, había visto humanos antes, nací en un lugar habitado por ellos, pero nunca había visto uno como aquel, ¿acaso tan parecido a mí?
¿Qué somos?, ¿somos todos seres errantes que no conocen su destino, abandonados en este mundo? ¿Deseamos nacer?, ¿qué mueve entonces nuestros cuerpos?, ¿acaso el deseo de un dios?
Escuché un aleteo en el aire, pero ya era demasiado tarde; antes de que pudiera hacer algún movimiento, algo me golpea con violencia en un costado. Me cubre todo el cuerpo; cual ángel que cobija con sus alas a su protegido, mi cazador me envuelve en las suyas. Me clava sus garras en el pecho, atravesando mi corazón, deteniendo sus latidos. El mundo que conocía se tuerce ante mis ojos en un remolino de dolor. Todo pierde su forma y sentido, nada es ya más que un débil susurro de luz en la oscuridad de la muerte.
¡Oh ángel de blanco plumaje! Desgarras mi cuerpo con tus fauces, bebes mi sangre y devoras mi carne. Mi cuerpo alimenta tu cuerpo, mientras tu deseo inmortaliza mi alma. Sobre tu lomo atravieso volando la oscura cortina que oculta la última verdad, mientras a tus oídos llega, cual dulce canción, el sonido de los últimos latidos de mi corazón.

¿Escuchas? Desde aquí puedo escuchar, creo… No sé qué soy: ¿trozos de carne descomponiéndose en las entrañas de una lechuza, un instrumento para mantenerle viva?, ¿la herramienta mediante la cual se mantiene en pie para continuar su camino, como lo es el rebaño para su pastor? Me fundo con mi cazador, quien se fundirá con la existencia: sólo somos materia. Por poco tiempo mi alma permanece unida a mi cuerpo; a pesar de la experiencia, no es algo que me importe más, ya no tengo necesidad de ello. He partido de este mundo, ahora pertenezco a algo más grande. Por más rápida que llegue la muerte, siempre será lenta de sentir, pues es ahí donde el tiempo deja de importar.
La duda no existe más: soy también una herramienta; pero nunca fui guiada ciegamente por la voluntad de un pastor. De haber sido así, aquí, siendo lo que soy, me encontraría cara a cara con él. Mas no es así, es algo más grande, algo que aún no toma forma. Para mí, eso ya carece de importancia: hoy sólo soy, y Él sólo es.
No guardo rencor a mi asesino, ha sido él quien me abriera las puertas hacia la eternidad. Rencor siento hacia mí, por haber fallado a mis crías. De ellas dependerá ahora su destino, nada más puedo hacer. Yo, su herramienta, al servicio de la vida y no de un pastor, les he fallado. Caí al titubear sobre mi realidad. Sé que lo lograrán sin mí, deseo que así sea y para mí así será, pues esa es ahora mi verdad y no conoceré alguna otra jamás. Duermo tranquila.
Mis ancestros no fueron guiados por una promesa o un pastor, sino por su propia voluntad para vivir y dar vida: el más puro sentimiento de amor. Guiados por su instinto y carácter de creación, no por órdenes. Lo sé, pues en un tiempo yo fui guiada por esa fuerza. ¿Cuál es el deseo de un dios?, ¿tienen la inmortalidad asegurada?, ¿es por eso que el pastor guía un cuerpo que el tiempo no podrá aniquilar, a menos que su voluntad la extinga la duda?
¿Escuchas esas voces en el viento? ¿Las escuchas? Tú que me puedes oír a mí, ¿las escuchas?


La Sinfonía de la Sirena | El Despertar | XII

Un Fantasma en el Horizonte

El fuego crepitante de una chimenea iluminaba temblorosamente una enorme sala de techo alto y paredes tapizadas, una habitación antigua pero bien conservada. El espectro de otro siglo permanecía impregnado en cada elemento de aquel lugar.
Se trataba de un estudio: un grupo de estantes y libreros descansaban al fondo, en la parte más oscura de la habitación. De momento no había mayor iluminación que el trémulo resplandor que desprendía la chimenea. Todas las ventanas, altas como el techo, se encontraban cubiertas por gruesas cortinas de terciopelo tinto que llegaban hasta el suelo.
Frente a la chimenea había un sillón, igual de antiguo y ornamentado que el resto de los muebles. Sentado sobre él se hallaba un hombre de edad cercana a los cuarenta. Su vestimenta, aunque elegante, no concordaba tal cual con la imagen retrospectiva de aquel lugar. Su traje era más reciente: pantalón recto de color negro con rayado gris apenas visible, chaleco del mismo estampado, camisa gris (cuyas mangas se encontraban desabotonadas y retraídas hasta los codos) y relucientes zapatos negros; además de una corbata de brillante tela oscura que, aflojada, rodeaba el cuello también desabotonado de su camisa. Este modo de vestir era considerado elegante para su época, pero no alcanzaba el matiz de adornamiento de los muebles que lo rodeaban; sobre todo en aquel momento en que se encontraba desaliñado.
En su mano derecha se paseaba una esfera de cristal oscuro repleta de dibujos, tallados cuidadosamente sobre su superficie. Con el pulgar de su otra mano acariciaba sus labios, mirando hacia la chimenea; no le observaba, pues su mirada era una mirada perdida. Se encontraba absorto en sus pensamientos, tensionado. Este señor, al que me referiré por el momento como el Señor R., no era una persona supersticiosa. Era un crítico empedernido, cazador de la verdad. Lo que se paseaba en su mano derecha podría parecer, a los ojos del observador común, un amuleto; pero no era nada de eso. Se trataba de una herramienta de trabajo. En aquel instante se hallaba sumergido en un penoso dilema, no creía en fantasmas, nada semejante a lo tradicionalmente hallado en los cuentos; sin embargo, una trágica serie de fenómenos recientes habían comenzado a revolver su criterio, hasta entonces firme e inquisitivo, sobre dicho concepto.
Aquella madrugada sintió un terrible espasmo mientras dormía. No pudo conciliar nuevamente el sueño. La inquietud lo dominó, comenzó a buscar el origen de aquello, tomó sus herramientas, se sentó en su mueble y escuchó. Como el residuo fosforescente de un deslumbrante resplandor permanecía, a cientos de kilómetros de su residencia, la marca de lo acontecido. Una señal encandilada, que como mucho, nos dice con su persistencia que su origen estuvo ahí. No obstante, algo más era distinto, algo en aquel paramo hacía falta; una luz apagada en el firmamento. Aquella mañana, una de las tantas personas que se encontraban bajo el ojo de su organización, había muerto.
La cosa no paraba ahí, detrás de su muerte había un intrigante enigma. La causa del incidente no era clara y tenía razones para dudar de lo informado. Sumido en la angustia y la desesperación, continuaba observando aquella señal encandilada en la lejanía, esperando dar con la respuesta al misterio, esperando encontrar alguna nueva noticia alentadora. Lo que encontró fue aún más desconcertante. Sólo dudaba de la causa, no de la muerte. La luz, antes extinta, parecía reaparecer mientras observaba; débil, intermitente, a intervalos irregulares. El Señor R. no creía en fantasmas, sin embargo, se enfrentaba a uno.
–De alguna forma continúas ahí.
Mientras vacilaba con la presencia de la víctima, la extraña señal que le despertase aquella mañana comenzaba a desvanecerse. Había perdido su interés en ella, podría significar algo importante, pero mientras no le brindase más información sobre la actual condición del “desaparecido”, no hacía más que estorbarle. Según juzgaba, se encontraba demasiado distante de su objetivo como para relacionarse de forma directa con él, pero no lo suficiente como para descartar la extraña coincidencia. Se trataba de un rechazo práctico, la situación exigía tomar acciones objetivas.
Debía encontrar pronto la verdad, más que cualquier pérdida material o económica, le preocupaba perder su vida, o quizás aún peor, su alma. Si existía algo parecido al alma según la describen las tradiciones religiosas, definitivamente se encontraba en juego; una parte de él lo temía. Los fantasmas podrían ser algo irreal, un cuento, supersticiones; pero el espíritu, el yo, era algo que se encontraba en cada uno, debía protegerse. Para él, quizá ya era demasiado tarde.
Dejó la esfera en una mesita junto al sillón. Se inclinó hacia delante y, apoyando los codos sobre sus rodillas, recargó su frente entre sus palmas, masajeándose las sienes. Estaba exhausto, cerró los ojos. Un ruido tras él le hizo entender que su peor presentimiento se volvía realidad. Pasos, pasos largos, lentos y elegantes, un par de piernas que sólo se apoyaban sobre sus puntas.

Los pasos llegaron hasta él, deteniéndose junto al sillón, del lado opuesto a donde se encontraba la mesita con la esfera. El peso de una mano cayó sobre su hombro y una gélida sensación recorrió sus entrañas.
–Sabes por qué he venido, ¿no es así, viajero? –preguntó una voz asexuada, suave y dulce; por una parte femenina y casi seductora; pero a la vez profunda y poderosa, como una voz varonil. Arrastraba las palabras, estremeciendo al Señor R. con cada una de ellas. Miró hacia su hombro: una mano blanca, de sólo cuatro dedos largos, dotados de uñas lilas ligeramente puntiagudas, se encontraba sobre él. En el dedo equivalente a nuestro dedo anular centellaba un anillo plateado con la temblorosa luz del fuego.
–Lo supongo –contestó nerviosamente. Hizo una pausa reflexiva, cubriéndose el rostro con las palmas. Dio un suspiro y continuó-. Una enorme culpa me hiere. Lamento haber fallado, no entiendo cómo ha podido ocurrir… yo… –se detuvo, de alguna forma aquel se lo indicaba, afectivamente.
–Calma –le dijo al oído-, su luz permanece.
Aquellas palabras le aliviaron de un gran peso. La voz tranquilizadora, que antes le pareciera inquisitiva, continuó:
–No he venido a reprocharte la muerte de Morrison, comprendo perfectamente la situación. Además, nada se ha perdido. Lo que ha pasado escapa tanto a tu comprensión como a la mía, pero es un misterio que habremos de resolver juntos.
Mucho más tranquilo, el Señor R. se recargó en su asiento, que de pronto parecía más cómodo y reconfortante que nunca.
–Ya he enviado a alguien al lugar. Su nombre es Denis Hudson. Se inició recientemente, pero ha avanzado a pasos agigantados. Aunque trabaje para la policía confío plenamente en él, tiene grandes cualidades; lo llegaría a considerar de mis mejores hombres pese al poco tiempo que nos ha brindado su apoyo.
Mientras hablaba, el Señor R. no dirigía la vista hacia su escucha. No acostumbraba hacerlo, no con aquel. Era desagradable mirarle a los ojos, pocas cosas se comparaban con aquella sensación. De cualquier forma, el rostro de aquel permanecía mirándolo todo el tiempo; un par de ojos azules, de gran profundidad; quien los mirase directamente no conseguiría ocultar ningun secreto, pues esa profunda mirada azul parecía cavar en lo más recóndito de la conciencia, probar el temple y leer el alma de aquellos a los que va dirigida.
–Me agrada ver tu interés en el caso, pero lo que me ha traído aquí, como ya te he dicho, no es la muerte del muchacho. Sé que tú tampoco te encuentras aquí sólo por eso. –Rodeaba el asiento mientras hablaba-. En el fondo, hay algo más que te quita el sueño… una mera sospecha acaso.
El Señor R. miraba la mesita con la esfera que antes se paseara en su mano, en la cara iluminada por la chimenea se reflejaban las flamas, en la cara oscura se había asomado un severo rostro.
–Sé dónde se encuentra, pero no es más que un borroso espectro en la lejanía. Lo sentí, lo sentí antes del amanecer, pude percibirlo… pero es tan difícil encontrarla, no puedo asegurar nada, es tan… diferente.
–¡Y que sea diferente la vuelve especial! ¡Y que sea especial la vuelve importante! –Reprendió aquel con un tono elevado de voz-, creo que entiendes perfectamente eso, viajero.
–Hudson se hará cargo en cuanto termine con el asunto de Morrison, le enviaré ayuda si es necesario…
–Pero no sabes exactamente donde se encuentra –cortó con severidad el ser de piel blanca-, de hecho, no estás seguro de lo que me afirmas, por eso tu enviado no tiene indicaciones para buscarla en cualquier momento ¿no es cierto?
–Creí prioritario lo de Morrison e hice partir a Hudson cuanto antes…
–Confiaré en tu juicio, pues confío en que entiendes lo importante que es que la chica no corra con la misma suerte que el muchacho, dudo que de ser así la cosa pudiera tener alguna solución. Adolf –el hombre se estremeció, otra gélida sensación atravesó sus entrañas; aquel pocas veces lo llamaba por su nombre-, te estimo demasiado como para perderte; has sabido cumplir mis demandas y has cuidado bien de mis intereses, te estimo cual hijo, pero créeme cuando te digo que ni a mi propio hijo le perdonaría una falla como sería esa. ¡Una traición tal a mi confianza! –Se tocó el pecho mientras exclamaba esto, como si la simple idea le causara un gran dolor-. No me falles Adolf, en el pasado ya otros me han fallado; hoy duermen en el abismo.
El ente de piel pálida se dio la vuelta y se perdió entre las sombras de la habitación. Cuando sus pasos callaron, el hombre tomó de la mesita la esfera de cristal y la paseó en su mano nuevamente, mirando el fuego. Dejó la esfera, era inútil: todo continuaba tan incierto como antes, no le quedaba más que esperar. Sobre la chimenea, el retrato pintado de un anciano con gafas le observaba; en el pie del marco, en una pequeña placa dorada, podía leerse:

«Jeremías Rockwood
1899-1976