Cierro mis ojos, recuerdo cómo atacaron a nuestra familia; llegaron a nosotros con sus armas ensordecedoras y sus garras metálicas, no pudimos anticiparlo. Los hombres son débiles de cuerpo, presumen tener la fuerza en sus mentes; ¡qué se puede decir! Así es como lo han logrado. Dependen de sus armas y herramientas para sobrevivir, embelesados por su poder no encuentran límite en sus acciones. Pisotean todo a su paso, cuanto desean, obtienen, sin pensar en lo que acarreará el que lo consigan. Sacrifican nuestras vidas a su demonio, a su raza, elevándose sobre las otras, proclamándose amos y señores de las tierras que guardan sus pies. Matan por placer, matan por algo más que supervivencia, por cosas banales, cosas que tarde o temprano los destruirán. ¿Qué es lo que los conduce, qué es lo que los embriaga?, ¿el demonio de la destrucción?, ¿el demonio de la muerte? No… es la sed de poder.
Sí, los hombres poseen una mente fuerte; pero, contrario a lo que presumen, no son inteligentes, pues no tienen la astucia para dominarla. Se atacan unos a otros, consumen más de lo que sus cuerpos necesitan, destruyen poco a poco la vida que les rodea, y ésta, tarde o temprano, acabará abandonándoles a ellos. Son ciegos ante la realidad: la sed del poder los ha cegado.
Recuerdo la persecución, invadieron nuestro refugio y nos empujaron hacía las faldas de la montaña. Nos culpaban de la muerte de un joven, un joven cuyos restos aparecieron en el bosque, en un claro no muy lejos de su pueblo. Nosotros no fuimos sus asesinos, no matamos algo para abandonarlo a su suerte como hicieron ellos con nuestros cuerpos. Si nosotros lo hubiéramos asesinado, lo habríamos devorado sin dejar rastro; pues sólo matamos para alimentarnos, para continuar el camino de la vida, para tener una oportunidad más de dar aquello que nos fue dado, el regalo primordial, la herencia de nuestros padres: la vida misma. Ese es nuestro objetivo, permanecer como especie, no prevalecer. Si pisoteáramos a nuestros inferiores, si les aniquiláramos en un arrebato de locura, moriríamos junto con ellos, pues dependemos de su compañía en este viaje. Como presa y cazador, siempre ha existido esta dependencia.
Los hombres son producto de una ruptura, mensajeros del caos. A donde dirigen la mirada, todo cambia, pues desean ver su rostro en cada lugar, sólo así se sienten seguros. Su adaptación es egoísta, destruyen nuestros hogares para crear los suyos; luego nos destruyen, pues nos creen una amenaza; pero la única amenaza son ellos mismos. Puedo escuchar el llanto del guardián, llora por sus protegidos; algún día, lo que los hombres llaman hogar, se convertirá en su tumba.
Mientras tanto, a nosotros, los seres de la tierra, sólo nos queda bajar la cabeza y esperar; cualquier resistencia acelerará nuestro fin y aumentará el dolor. Es tan difícil entender, fueron ellos quienes elevaron el nombre de nuestra madre al cielo al abrir sus ojos, ellos despertaron la voz del océano, se dijeron bendecidos por seres celestiales... Sólo podíamos sentirnos afortunados de no estar en su lugar, pues temíamos que su final fuera trágico; pronto nos dimos cuenta de que su tragedia también nos involucraría. Lobo es pecador, pues lobo nunca fue ajeno al hombre. Hoy nuestra madre llora sangre sobre la tierra profanada, la voz del océano duerme y aquellos cuyas voces son el canto de la muerte se acercan nuevamente a nuestro hogar. ¿Acaso son los humanos el fruto de su cosecha? ¡Oh guardián de la vida! Lejano veo el relato de los míos, ¿es que aquello que nos vendría a salvar se ha perdido en la infinidad? ¡¿Por qué no vienes redentor?! Líbranos de este cáncer que carcome nuestro ser.
Viví todo el tiempo subordinado en mi manada; siempre el último en alimentarse, siempre el último en todo; eran las leyes de los nuestros. ¿Quién las impuso? Nunca lo supe. Nuestros herederos vivirán bajo las órdenes de los humanos, estas fueron leyes impuestas por ellos; la única diferencia es que nuestras leyes tenían como objetivo coexistir con la vida, sus leyes le destruirán, aun cuando lo ignoren.
Estaba rodeado, no tenía escapatoria. A lo lejos, los inertes cuerpos de mis hermanos yacían dispersos en el bosque que les vio nacer: el color de su sangre disentía sobre su pelo gris y la blanca nieve. Bajé mi cabeza frente a su figura, poderosa y llena de odio contra sí mismo, cerré mis ojos, mi vida desfiló frente a ellos. Una curiosa cuestión: mi posición en la manada prevaleció hasta el final, pues incluso fui el último en morir. No pensaba oponer resistencia, mi alma lloraba por la muerte de los míos; aquellos con los que pasé toda mi vida, junto a los que crecí, me esperaban tirados sobre la nieve, reventados por el odio de los seres más terribles que la vida pudo engendrar.
Todo parece lento cuando esperas la muerte. Miré sus ojos, el hombre retrajo la punta de su arma, escuché un chasquido, luego un estruendo me empujó hacia atrás, un golpe terrible que quemaba, arrancando carne y hueso de mi rostro; caí al suelo, llorando lágrimas de sangre. La muerte llegó, no como un sufrimiento, sino como un alivio; toda la pena que sentía por mis hermanos desapareció, los concebí tan cerca de mí como nunca antes, sentí como si fuera uno con ellos. No tuve sensación en vida comparada con aquella. Estaban ahí, esperándome, me fui a reunir con ellos, pero ya estaba con ellos: yo era ellos, éramos uno sólo.
Creí que morir dolería, miraba el rostro de mi asesino, tan lleno de odio, esperando el dolor que traería la muerte; dolor que le otorgaría un placer infame, el placer de la venganza. Pero el dolor nunca llegó, aquella sensación que hubo en su lugar fue sólo una caricia dada por un mortal jugando a ser dios; caricia que culminó con una sensación incomparable: la eternidad, otorgada por un dios verdadero. Hacía sus tierras de paz me dirijo ahora, corriendo junto a mis hermanos en la caza más grande que jamás imaginé, persiguiendo la dicha infinita. Nuestro redentor vendrá a salvarnos, duerme entre nosotros, ya escucho su voz. Algún día, eso que los hombres llaman hogar, se convertirá en su tumba.
–¡¿Por qué?! Prometiste volver, esperaba tu regreso más que cualquier cosa... ¿por qué?
–¿Quién eres?
Marlene se hallaba frente a una lápida negra, de pie, descalza sobre la delgada capa de nieve que cubría el lugar. El frío sometía su cuerpo, no provenía de sus pies desnudos, sino de su interior; como si su sangre, en lugar de alimentar y sostener su cuerpo, se alimentara y sostuviera de él. A su lado, hincada en la nieve, lloraba desconsoladamente una mujer. Su roja cabellera se escurría húmeda y desordenada sobre sus blancas vestiduras, denotando un aspecto demacrado –Todas mis esperanzas estaban depositadas en tu regreso, ¿por qué…?
–De nuevo aquí, de nuevo tú. ¿Quién eres? –Preguntaba una y otra vez Marlene a la joven mujer, aun cuando ésta no parecía advertir su presencia.
El viento traía el susurro del mar, cada vez más intenso. Acarreaba una voz, en cierta forma parecida al canto de las ballenas. Al principio era suave, pero conforme aumentaba su intensidad, se volvía más áspera, profunda, como si proviniese del vientre de una enorme bestia –Ven viajero, ven…
Marlene sólo llevaba su pijama, el viento la azotaba sin piedad, filtrándose a su piel y matándola de frío. El volumen de la voz seguía en aumento; la chica temblaba, se estremecía cada vez con más intensidad. Aquel era el frío aliento del mar. –Ven aquí, viajero de la vida; ven y duerme junto a mí, arrullado por el cantar de las sirenas… –dice la voz, tan profunda como el océano.
–¿Quién anda ahí? –preguntó la mujer, palideciendo de repente y remplazando su tristeza con temor.
–Sabes bien quién soy. Mi bello ser de rojos cabellos –replicó la voz con tono paciente-, no te advertí que él podría no regresar…
–¡No! –Gritó desesperada-, no quiero volver a oír tu voz… ¡No quiero escucharte más!
–¿No quieres oír mí voz? –Reprendió el otro con molestia-. ¡Así que ahora no quieres escucharme más!
–Ya no… –sus sollozos entorpecían su habla-, no me importa nada… nada de lo que tú me digas –sus palabras acarreaban impotencia. Gritó furiosa-: ¡Ya no me importa más!
–Conozco tu sufrimiento –el otro recuperaba su tono paciente y comprensivo, casi paternal-, la guerra también me ha destrozado a mí, lo sabes. El mundo que nos creó no nos merece.
–¿Qué es… lo que quieres… de mí? –preguntó con fastidio, sin levantar la mirada, desesperada por volver a su soledad y miseria. Marlene observaba aquello sin perder detalle, a pesar del viento, cuyas ráfagas agitaban violentamente su pijama, como buscando arrancárselo. El frío continuaba en aumento, sin detenerse.
–Quiero ayudarte a recuperar lo que perdiste. ¿No fue mi voz la que te acompañó en esas tristes tardes de espera, en las que sola en la costa mirabas hacia el norte? ¿Acaso no fui yo tu única compañía durante estas doscientas lunas de angustia? Ven junto a mí, pues sólo deseo ayudarte; completa la parte de mi alma que la guerra destruyó, úneteme en esta nueva espera; el vació de tu corazón lo llenará el océano.
–¿Qué tengo que hacer –de su boca apenas salía un hilo de voz-, para librarme de este sufrimiento?
–Dime tu verdadero nombre, se uno conmigo, entrégame tu alma. ¡Te daré la inmortalidad apenas tu lengua roce las palabras! Duerme junto a mí en el abismo, sentirás la presencia de aquel que te prometió su amor. Acompáñame en el exilio, en esta nueva espera. El arca de nuestros ancestros, la que tu pueblo ha profanado, necesita un guardián y me está llamando. Quiero tu compañía en mi descanso, forja este nuevo pacto; al final del sueño tu vida volverá a ser como antes… y serás feliz.
–¡No! ¡Aléjate de mí! –Gritó la mujer al viento, arrojando al aire cuanto barro y hielo pudo en su colérico arranque-. ¡Estoy harta de promesas! ¡No quiero escucharte más! ¡No deseo continuar con esto! ¡Basta!
–Conozco el odio del que es presa tu corazón –continuó la voz después de un breve tiempo de calma, en el que hasta el frío pareció ceder-, sé cuanta tristeza invade tu cuerpo; lo siento en tu piel –La mujer cerró los ojos apenas la voz pronuncio estas palabras, una ráfaga de viento, mucho más impetuosa que las anteriores, atravesó a Marlene; la piel de la mujer de cabello rojo se erizó, como si una mano acariciase su hombro desnudo-, lo veo en tus ojos –el viento fue impetuoso nuevamente, la mujer abrió los ojos y miró en dirección al mar; pero no parecía ser ella quien moviese su cabeza, no, pareciera que alguien le tomara el rostro y le hiciera mirar afectuosamente hacia él; como cuando un caballero trata de consolar a una dama que, cabizbaja, se lamenta. Alguien invisible (al menos para los ojos de Marlene) se encontraba ahí, entre ella y la mujer de cabello rojo-. Cuando decidas terminar con este sufrimiento, vendrás conmigo, así tenga que esperar una eternidad. Sé que en algún momento lo harás, en algún momento tu boca me abrirá las puertas de tu alma nuevamente; y en ese momento serás libre. Te estaré esperando allá, en la costa, junto con todo lo que amas; recuerda las creencias de tu pueblo: “¡Las almas de los marinos moran en el océano!”.
La mujer bajó la mirada, el viento aún silbaba, pero el frío había cedido junto con el silencio de la voz. Veía la losa con la nostalgia de aquellos cuyas esperanzas yacen bajo tierra. Trató de llorar, deseaba hacerlo, pero el frío había secado sus lagrimales. La impotencia era todo lo que le quedaba. –Al fin y al cabo es inútil derramar lágrimas-, se decía –¿Qué más da? Ya nada puedo hacer… –De pronto se encontró perdida en una súbita reflexión. De sus labios escapó una última frase-: Podría ser-. La imagen se desvaneció entonces, como llevada por el viento; todo quedó en penumbras.
Su almohada y sus sabanas estaban abnegadas de sudor, al igual que su pijama. La incomodidad la había despertado, no podría conciliar nuevamente el sueño en aquella condición. Era la entumecida madrugada del lunes, todos dormían. Abandonó el lecho, esperando que la humedad se volatilizase pronto. Se acercó a la ventana, recargando su frente en el cristal.
La luna brillaba en todo su esplendor y el viento silbaba tranquilamente, arrullando las horas. La calle entera dormía. –En el viento hay una voz-, se dice Marlene a sí misma. Caían unos fútiles copos de aguanieve, apenas notables bajo la luz de los faros en la calle. –La voz viene del océano-, desde su ventana, en la lejanía, se entreveía un lago. Aquel espejo azul le traía recuerdos del océano; vivió mucho tiempo cerca de la costa, dejando aquel hogar apenas un mes atrás. Nunca había apreciado tanto el mar como ahora que vivía lejos de él. Se mudaron, pues la inesperada muerte de su padre dejó a su familia tambaleando económicamente. Tras un tiempo de angustia, su madre encontró finalmente un trabajo de conveniencia, y por ello estaban ahí, en aquel pueblo entre las montañas. En su interior algo la inquieta, algo busca salir; el temor le hace aferrarse a aquel sentimiento, pues aún no lo comprende. –El océano es hermoso-, piensa. Recordaba esas pocas veces en las que se dio el lujo de visitar prolongadamente la playa, aun viviendo tan cerca de ella. Lleva semanas reprimiendo la nostalgia, hay algo que desea, pero no sabe con exactitud qué es; sin embargo, su resistencia había llegado al límite. Con la misma precipitación con que llega un ataque al corazón, ahí, con la frente en el cristal y la mirada perdida, siente como su alma se desgarra, invadiéndola un frío dolor que le hace perder el conocimiento, sin que, posteriormente, quede recuerdo alguno de aquel desagradable fenómeno. En su convulsión, su lengua acarició en su paladar una frase que no puede ser escuchada más que por aquel al que va dirigida, un mudo susurro que llega a los oídos del que duerme en el abismo, haciéndole estremecer.
Duermo rodeado de marineros muertos, aquellos que sucumbieron en altamar, seducidos por el canto de las sirenas. Mi compañía son los monstruos ciegos que hinchan sus vientres con los cadáveres pútridos que tocan el fondo y mi alimento es el descanso de sus almas. Yo nombré al miedo antes de que alumbrara la mente. Mi cuerpo es la lluvia salada que escupieron los poros de la tierra los primeros días de la creación.
Conozco al hombre desde mucho antes de que tuviera conciencia de sí mismo, nunca ha dejado de cometer los mismos errores. Camina lento hacia su destrucción, arrastrado por su propia fuerza, sometido por su propia ignorancia. El sueño aquí, en las tinieblas, es interminable. ¿Qué otra cosa se puede hacer en la soledad? Los hombres me arrancaron aquello que anhelaba más en el mundo, los hombres y su viaje inútil y entorpecido. No ignoraré su afrenta, mi venganza será cruel.
¿Podrías tocarme sin herirme? ¿Superarías el deseo de atravesar mi dorso con un arpón? ¿Estarías tentado a tirar mi carne a los nómadas del desierto para calmar su hambre? Sólo mi sangre atesoro bajo la piel. ¿También a ti te seduce la inmortalidad? El pecado nos corrompe a todos por igual.
¿Conoces el canto de las sirenas? Su aullido resuena hermoso en lo profundo. Un canto hacia los vivos que habrá de conducirlos a la muerte. Ven aquí, viajero de la vida; ven y duerme junto a mí, arrullado por el canto de las sirenas; abandona el miedo y déjame guiarte a través de las fauces del abismo. La luz es una trampa del cazador que lleva a un camino sin retorno.
Soy el vestigio de un mundo olvidado, rey y reinado. Nací de los primeros destellos de la conciencia; yo le di su nombre al miedo y también a la oscuridad. He visto estrellas devorar mundos y lunas desplomarse sobre montañas. Soy guardián de secretos y persecutor de la insurrección. He sido tesoro y he sido arma, he levantado naciones y he cambiado el rumbo de la historia. Aquí, en este hogar incierto, he despertado como la tormenta y he desvanecido con la furia del viento la mano pálida del enemigo. Duermo en el abismo ocultando la forma que tengo ahora, quienes me la dieron desconocían hasta dónde podía llevarlos; estuve a su merced y sus mentes fueron mías. Me llevaron a la luz y sobre ellos comencé a levantar el recuerdo del mundo que fue… pero hoy sus cuerpos yacen bajo la tundra impenetrable, perdidos en un lugar sin nombre, de donde nunca podrán escapar.
A veces el maestro es cruel con sus discípulos. ¿Crees que nacimos en la tierra? Llegamos aquí hace tanto tiempo, que hemos olvidado parte de nuestro origen.
–¡Oh viajero! Que frente a este altar nos llamas a nosotras, las voces de la oscuridad, toma asiento y atiende esta historia que narran los vientos y el mar:
»Se escucha el canto de las sirenas, el invierno sopla con un frío que escalda los huesos. La mirada de una mujer se posa en el atardecer, el peso del anhelo la hunde en la playa. Hace más de doscientas lunas que le prometió regresar; nunca perdió la fe. La arena la recuerda constante, por él esperaría doscientas lunas más con tal de que la guerra se lo devuelva ceñido de gloria.
»Un grupo de naves cruza el umbral del norte, apareciendo entre los brazos de piedra que rodean la bahía. Su corazón saltó ansioso en su pecho, fue como el trote de un berrendo de los viejos días. “¿Comandarás algún barco, o serás sólo un hombre más entre los remos?” Pero aquella flota no trae buenas noticias. “¿Recuerdas lo que prometiste al partir, mientras hincada y con lágrimas suplicaba tu regreso? ¡No queda verdad en tus palabras!”. Descienden doce llevando una losa negra a los hombros; ¿qué dicen aquellos trazos arañados sobre su piel de jaspe? “¡Sólo dame tu palabra cuando estés seguro de cumplirla!”.
»La losa es llevada al lugar de la oración, la gente se reúne. Los ojos carmines que miraban el atardecer continúan en la playa, esperando nuevas flotas siguiendo a la primera; “Tantas han partido y tan pocas han regresado…”. Llegan lamentos de la aldea, encarnando la realidad terrible de una promesa rota y un futuro de dolor. Llora, su llanto cae frío en la arena, salpicando de lodo sus pies desnudos.
»Llueven ligeros copos de nieve, adornando la tristeza de aquel día. Ella está hincada frente a la losa, ya no llora, pues el frío ha secado sus lagrimales. Cientos de nombres están grabados en la estela fúnebre, marinos muertos en guerra. En primera fila encontró el de su amado; todo el tiempo que esperó… inútil.
»En lo alto de la aguja de roca la gente la lleva entre brazos, envuelta en una sábana blanca y cubierta de flores. Rezan y lloran por aquella mujer de ojos de fuego: tres días han pasado desde que se le encontró casi muerta frente al laude negro. ¡Qué doloroso es despedirle de este mundo siendo tan joven! Adiós hermosura de cabello rojo y blanca piel, ve a donde los muertos encuentran la paz: allá, en la profundidad del mar azul.
»Se escucha el canto de las sirenas, ¡qué dulce sinfonía! ¿Acaso el mar repleto de muertos habrá podido darle lo que esperó cada atardecer desde la playa por más de doscientas lunas? Las almas de los marinos descansan en el océano.