El olor de la mañana trae los recuerdos de mi infancia, antaño, cuando dormíamos juntos para cobijarnos del frío. Mamá nos nutría con la leche tibia que emanaba de su vientre, llenándonos de afecto; recordar aquellos días me hunde en la nostalgia. No los he vuelto a ver, hace mucho que me separé de ella y de mis hermanos. Ahora sólo soy yo.
Desde esta azotea puedo ver toda la ciudad. Su precoz actividad comienza antes de que raye el sol. Así son los humanos, siempre ocupados; podría jurarse que sus tareas no terminan jamás.
Los primeros destellos me dan en la cara: me agrada sentir su calor, me hace feliz… pero no desvanece el hambre. La mano del hombre es incierta, a veces generosa, a veces hostil. Este es el mundo que han creado, nosotros, los de cuatro patas, debemos adaptarnos. Bajo de la azotea buscando comida, dentro de un callejón consigo llenarme el estómago con sobras de la basura; he tenido suerte, pero la ansiedad no se va. Algo no me deja estar en paz, me sigue desde hace rato. Siento el peligro, lo huelo a él.
Caminaba de regreso, al doblar el callejón me encontré cara a cara con él. Muestra amenazante sus largos colmillos escurriendo baba espumosa. A pesar del temor permanezco serena, mirándole a los ojos; no tiene caso, están inyectados de odio. “¿Qué quieres de mí, hijo del parásito?” Retrocedo lentamente, pero eso sólo lo enfurece más. Se lanza al frente y ambos corremos, yo por mi vida, él por su presa. El hombre ve como un chiste que el perro persiga al gato, una vieja historia guardamos al respecto, pero no es momento de contarla.
Los humanos corren todo el tiempo, van de aquí para allá, sin rumbo, ayudados por sus veloces ruedas; aún recuerdo horrorizada el rugido de aquella bestia metálica a punto de envestirnos. Escuché el golpe… un crujido y mi cazador chillando le acompañó, al tiempo que la muerte me saludaba con un abrazo de asfalto y hule. Recuerdo la sensación de mis huesos astillándose y atravesando mi piel, un instante de dolor tan intenso que me hizo entender que hasta entonces no había recibido más que caricias en la vida.
Todo pasó tan rápido: de un momento a otro cazador y presa nos hallábamos destrozados, ya no éramos más que manchas en el pavimento, pues nunca fuimos más que sombras en la ciudad. Los hombres pertenecen a su propio mundo y sólo ellos lo pueden comprender; nosotros sólo vemos furia en su semblante y prisa en su andar. El vehículo que nos asesinó golpeó a otro que buscaba ganarle distancia, nos interpusimos en su camino justo en el instante en que se desencadenaba un accidente que también pondría fin a sus vidas. ¡Seres humanos tan imprudentes! Si tanto temen la muerte, ¿por qué juegan con su vida como si la tuvieran garantizada?
El sol ya se alzaba visible en el oriente; aun con dificultades seguía respirando, o al menos eso creía. Alguien me levantó con una pala y me introdujo en una bolsa con cal; no volví a ver la luz. ¡Adiós sol que iluminaste mi rostro tantas veces al amanecer, brindándome el cálido recuerdo de la infancia! Aquel tiempo cuando todo era ilusión. Lo último que vi fue una multitud reunida donde el accidente, una conmoción en medio de metales torcidos y piedras sueltas; mientras que escupen indiferentes sobre todo lo que crece o se multiplica sin su ayuda, chorrean vergonzosa empatía sobre cada tragedia en la que se ven reflejados. Son estos con quienes nuestros ancestros nos han dejado para concluir el viaje que ellos comenzaron en los tiempos sin memoria… estos, que en su soberbia creen habernos dejado atrás cuando nadie conoce realmente el destino de esta empresa.
Ya dentro de la bolsa, en la negrura, sentí caer sobre mí el cuerpo de mi cazador. ¡Somos tan semejantes! ¡Luchamos por vivir en un mundo muerto! Ante ella todos somos iguales: la muerte. No comprende nuestros enredos terrenales ni brinda preferencias, no importa lo distintos que nos juzguemos será siempre el último enemigo a enfrentar, y jamás será vencida.
Mi cuerpo estaba destrozado, la sangre de mi cazador fluía de sus heridas y penetraba en las mías, me embriagaba. Aun cuando entendía que luchar por mantenerme despierta era inútil, lo hacía deseosa, sólo para ser testigo de aquel ritual. Sentía su calor envolviendo afectivamente lo que quedaba del mío, mientras ambos nos extinguíamos. Podía sentirlo a él, dentro de su pecho arruinado aún quedaba vida, un corazón que seguía latiendo lenta y dolientemente, sufriendo sólo para mantener vivo aquel momento. Él me susurraba al oído su verdadero nombre, pidiendo perdón y suplicando mi compañía en la penumbra. Juntos, como uno, atravesamos el valle de la oscuridad: almas de dos amantes que en comunión van a tomar parte en el eterno. Así abandonamos nuestros cuerpos que solemnemente formaron un sólo cadáver.
En el último suspiro de nuestras vidas, ¿qué somos?: un cazador y una presa que se persiguieron hasta la muerte, o un par de seres, que como tales, expresaron su amor en un nuevo nivel.
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5 de febrero de 2008, 20:01
Nunca cambies, tu alma es hermosa
9 de febrero de 2008, 8:38
me encanto el estilo, aunque le faltaba ritmo y cadencia, ahora veo que ya evoluciono tu narrativa y que no abandonaste tu estilo.
aunque tengo una duda, cada capitulo pertenece a un libro diferente, cada uno con su linea propia pero con un tema en común, estos libros estan relacionados, o ¿cada uno cuenta su propia existencia?
10 de febrero de 2008, 10:26
Aun hay mas clasificaciones, pero si, al final todo pertenece a la misma historia.
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