Esta semana traigo la primera de varias entregas especiales donde mostraré una breve descripción y bosquejos de los personajes principales de la historia. Dependiendo de qué tan pertinente sea revelar la información para cada personaje, iré publicando estas entradas. Hoy tenemos a dos personajes, Denis Hudson y Marlene Leafbrown…
(Detective) Denis Hudson Taylor:
Edad – 35 años
Hijo de un granjero, creció en una tierra agrícola. Abandonó el lugar al cumplir los 18 para estudiar la universidad con apoyo de un fideicomiso militar. Prestó servicio a la policía y fue contratado por una agencia especial, dependiente directa de la guardia federal. Es un especialista en psicoanálisis y metapsicoanálisis (rama investigada por su grupo especial), además de paragnosticismo.
La misteriosa muerte de su hermana definió su vocación como detective (y le dibujó una cicatriz en la sien). Lleva a todas partes un pendiente con una foto de ella y una nota que encontró, donde la niña se despide de su familia junto a la frase «sólo es eterna la palabra». Varias de las cosas que su hermana dejó y su extravagante trabajo, fueron dibujando un camino que lo condujo hasta las puertas de una extraña orden.
Desde que murió su hermana ha tratado de resolver el rompecabezas que dejó en forma de diario, y aquella orden a la que se unió en secreto (que eleva como estandarte un enigmático árbol sobre una piedra) le ha revelado varias piezas. El árbol es su objetivo, donde quiera que lo encuentra recupera información valiosa para el rompecabezas de Sofía (su hermana), se ha convertido en su cazador, un persecutor de la verdad.
En el interior de la orden alguien lo observa, el viaje trazado por Sofía y codificado en las páginas de su diario es de interés para este ser. Cientos de estrellas se han extinto bajo su mirada, esperando el momento en que la verdad se manifieste.
Habilidades: Clarividencia, observación atemporal.
Puede ver el pasado acontecido frente a los objetos que toca; es capaz de percibir todos los fenómenos que atormentaron las partículas de un cuerpo, como un torrente de información que se desdobla y reconstruye en su mente, en forma de un recuerdo que no le pertenece ni a él ni a nadie. Imágenes, sonidos, vibraciones mecánicas, todo en el universo se constituye (en cierta forma) por ondas, y dichas ondas permanecen en los objetos, en un plano distinto al de la dimensión lineal de todos nosotros. Él puede despegarse de la dimensión lineal y ser uno con cualquier segundo, con cualquier tiempo, observar lo acontecido y volver al presente, donde reposa su cuerpo. El desplazamiento es más sencillo hacia el pasado que hacia el futuro, pero en ocasiones lo consigue, teniendo la habilidad de predecir un acontecimiento (generalmente inmediato) y alterar su resultado.
Marlene Leafbrown Gardner:
Edad – 14 años (cerca de los 15)
Nació y vivió su infancia en la ciudad costera de Esperanza, bañada por las aguas del este de la Gran Republica del Norte (Unión multinacional del norte durante la tercera guerra mundial). Tras la muerte de su padre (acontecida recientemente) abandonó su hogar junto a su madre y hermana, para establecerse en la región montañosa de la sierra occidental. Le gustan las artes plásticas, su estilo preferido es el oriental, tiene afinidad por las culturas asiáticas y las de la américa meridional. Suele dibujar con mucha frecuencia y es buena en ello. Nunca fue una niña extrovertida, su comportamiento (considerado antisocial) siempre ha sido bastante hermético. No obstante, desde que abandonó su antiguo hogar, comenzó a presentarse miserable y negativo.
Apenas pisó aquellas tierras elevadas y la costa le pareció lejana, el calor de su corazón comenzó a languidecer. Fue invadida por una tremenda nostalgia, dándose cuenta de lo mucho que estimaba el océano. Pero había algo más, una necesidad que comenzó a volverse hostil. Aquella flama, que inmadura fue separada de la hoguera que la había creado, empezaba a destellar, llamando a su progenitora. Un afluente de fuego que cayó pleno en la cavidad que comenzaba a formarse en su interior, “un misterioso resplandor en un rojo amanecer”. La voluntad de un ser lejano, que oculto en lo profundo dormitaba esperando aquel llamado, comenzará a distorsionar su destino, pues la vida de Marlene estaba escrita desde muchos años atrás.
Habilidades: (?)
Bueno, eso es todo por hoy. Ojalá les haya gustado, y si son nuevos lectores, los incite a explorar la novela. Esperen el próximo episodio el siguiente domingo (Episodio XVIII – Metapsicoanálisis), saludos y gracias por visitar Crónicas del Árbol de Rockwood.
Estaba casi sin aliento pero seguía corriendo, su corazón palpitaba violentamente; sentía su yugular saltando bajo la bufanda gris que le cubría el cuello.
Aquella mañana salió de su casa con el plan de abandonarla. No tenía intenciones de volver, realmente no dejaba nada atrás; su mundo se había desplomado en los últimos días. No le quedó nada, perdió todo lo que tenía y amaba, no sabía cómo explicarlo, pero incluso parecía haber perdido su propio cuerpo. Tal era su situación, que llegaba a cuestionarse con fervor si realmente fue lo que creía haber sido, sobre si aquel que abandonaba fue realmente su hogar; y tal era su confusión, que no sabía con exactitud lo que era ahora; de hecho, aquello que entendía sobre sí mismo era apenas una vana idea para tratarse de un asunto tan relevante. Si al menos su mente tuviera recuerdos más claros, pero todo era una mezcla de memorias difusas e incompletas. Despertó sin poder recordar su nombre, quizá ya tenía tiempo sin saberlo ¿cómo asegurarlo? Lo que había en su memoria sobre cómo llegó al estado en que se encontraba, se asemejaba más a un sueño que a una realidad. Le parecía una pesadilla, como aquellas que se olvidan parcialmente al despertar: sólo residuos aleatorios que han emergido de sus lagunas, sin un orden o lógica concreta. Aquella corrupción invadía también los recuerdos de su vida; miraba su cuerpo, aquel cuerpo de adolescente; recordaba ser adolescente, pero no le era certero que aquel fuese su cuerpo dos días atrás. No podía dar crédito a sus temores, le parecía inverosímil que alguien cambiara de cuerpo, pero aquella situación era tan desconcertante, había sido testigo de tantas cosas, que no le impresionaría demasiado que su suposición fuese real. En aquel momento sentía que en los años que debiese tener de vida había sido más de un individuo… incluso más que un humano.
Como un ser que duerme por años y su conciencia se carcome en el olvido; un día aquella conciencia, por alguna razón, despierta en el cuerpo de otro ser. Comienza a tomar una nueva forma, rellenando los huecos que el olvido creó con recuerdos de una nueva representación de vida, hasta el punto en que aquella conciencia se ha trasformado en un ser totalmente distinto, acostumbrado ya a su nuevo aspecto. Pero ¿qué pasaría si lo que llenara esos huecos originalmente apareciera de nuevo, sustituyendo de golpe los nuevos recuerdos? ¿Y si aquella conciencia que dentro de un sedoso y cómodo capullo de nueva vida se transformaba en un nuevo ser, comenzara a hacer un proceso inverso, regresando al origen? ¿Qué ocurriría si las mariposas se transformasen en orugas?: Él creía que esa era su situación.
Llegó a esa casa, dudando aún sobre si le perteneció realmente. Ahí se encontró con más recuerdos y los restos de quien fuese su madre si aquel fuese su hogar. Un sentimiento todavía más amargo que la tristeza lo invadió en el momento. Si estuviera seguro de que aquel era su hogar, encontrarle en ese estado le habría entristecido, habría desbaratado sus sentidos y desgarrado su alma por completo; se hubiera tirado al suelo a llorar desconsoladamente… pero en él existía la duda. ¿Lloraría?, ¿haría algo por aquellos despojos? ¿Y si realmente no le correspondía? ¿Y si aquel cadáver no era el de su madre? Esa incertidumbre le hería aún más que los hechos, pues es cierto que la verdad hiere, pero lo hace sólo una vez, en una herida absoluta; mientras que la duda carcome, penetrando cada vez más profundo en el alma, sin detenerse hasta no ser saciada. En ese desenfrenado y violento camino suele destruir más que lo que la peor verdad podría dañar en un golpe. Decidió aceptar que aquel fue su hogar y que aquellos recuerdos fueron su vida, mas no lo hizo para tirarse al suelo y llorar con seguridad, sino para dar por sentado que lo había perdido todo y que seguía buscar la salida de aquella pesadilla.
Abandonó aquel lugar y aquellos restos; ahí sólo quedaban objetos, cosas materiales, nada más que cadenas melancólicas que lo atarían a su propia y temprana tumba. Se iba, más que movido por la sensación de viajar que invadía su ser, o por las voces que lo llamaban hacia la incierta oscuridad del mañana, lo hacía porque no tenía otra elección; ahí no encontraría más respuestas a las inquietudes que le afligían. Tenía que encontrar la verdad y su viaje comenzaba renunciando al cascarón de lo que alguna vez pudo ser su hogar.
Y salió de ahí, comenzó a caminar por el bosque con una mezcla de incertidumbre y desolación flagelando su alma; estaba tan distraído, que al principio ignoró la presencia de un ser que lo venía siguiendo. Parecía que aquel viajaba con el viento, pues fue una ráfaga especialmente intensa la que lo sacó de su lienzo de lamentos para devolverlo al presente. ¿A dónde se dirigía? Miró a su alrededor, había andado por horas sin rumbo. Estar perdido en medio de la nada intranquilizaría a cualquiera, pero no a él; él sabía orientarse. No tenía claro cómo había adquirido aquella destreza, pero pudo encontrar el pueblo y su presunta casa con facilidad, incluso después de haber vagado en el bosque por todo un día y parte de la noche. Entonces trató de agudizar sus sentidos, tenía que enfocar su mente visualizando su destino y sus sentidos le dirían si se encontraba cerca o no, así fue como lo hizo antes y así lo haría en ese momento. Era como si olfatease el aire, buscando el aroma de lo que deseaba; o como si palpase la tierra, esperando percibir la vibración que producía lo que andaba buscando; o que a sus oídos llegara el sonido de aquello que acechaba; era difícil de explicar, pero sentía sus deseos y les perseguía, tal como un cazador persigue a una presa.
Sin embargo, en aquel momento, en lugar de sentirse cazador, se sintió cazado; algo lo asechaba, lo observaba oculto entre los árboles. Recuerdos difusos sobre horrores nocturnos y raros presentimientos le hicieron emprender la huida; corría a todo lo que le permitían sus pies sobre aquel terreno. Ahí todo volvió a mentirle, sueños o recuerdos mezclándose con el presente, haciéndole dudar entre la realidad y la mente; su inconsciente jugándole una mala broma. Le desesperaba, pero se esforzaba por mantener la calma; si se perdía en aquella locura caería en las garras del que le perseguía. Esto era lo más importante, que su verdad se torciera no le importaba ya mucho; después de todo no tenía un presente cierto o una realidad estable, así que cualquier revelación nueva era bienvenida; a fin de cuentas, mantenía la esperanza de que dormía y que todo aquello era sólo un mal sueño. Siendo incapaz de despertar a la realidad, nada le podía asegurar o negar que lo que vivía era únicamente una pesadilla, y que seguía durmiendo desde aquella vez en que quien realmente fuese él depositó su cabeza en la almohada, cerrando sus ojos y despidiéndose de la tranquilidad que ahora tanto añoraba; pues seguro sí estaba de no haber llevado una vida así antes, fuese como fuese.
Sí, a partir de aquel momento su mente se había vuelto inestable: corría, entre el bosque nevado y el bosque humedecido; entre verdes prados de verano y fallecientes arboladas de otoño. ¿Presa o cazador? No, definitivamente él huía, no perseguía; ¿pero de qué? ¿Qué era aquello que andaba en pos de él? Cayó por una loma, aterrizó en el cofre de un auto y la herida de su brazo se abrió de nuevo; un hombre descendió del vehículo y la presencia de su cazador pareció desvanecerse. Se sintió seguro, protegido por aquella figura humana que irradiaba una cierta imponencia; y en ese instante un fuerte sentimiento de curiosidad lo atravesó. Aquel hombre estaba rodeado por una extraña aura, algo que inquietaba su instinto. Pero antes de que pudiera formular la pregunta adecuada para saciar su inquietud, todo su entorno pareció desaparecer. Fue menos de un segundo, como si hubiese parpadeado, sólo que en lugar de la oscuridad de sus parpados hubo un azul: un color azul profundo y envolvente. El viento no le anunciaba nada bueno, pretendía irse, tomar ventaja, pero el hombre le hacía preguntas extrañas; le mostró algo, algo que no alcanzó a reconocer, pues el azul volvió, prolongado esta vez. Para cuando recobró la conciencia el viento se había tornado violento, el hombre yacía en el suelo y la presencia de aquel que le seguía inundaba el lugar; parecía ser más de uno… y todos le buscaban. Emprendió de nuevo la huida.
¿Hirió al hombre? ¿Lo hirieron quienes le persiguen? ¡Cómo podría saberlo! Su cambiante realidad era un verdadero infierno, no le permitía tener un juicio confortante de lo que ocurría. Él creyó ver, creyó dejar su ceguera y enfrentarse a un mundo de revelaciones, pero dichas revelaciones solamente lo confundían más; era cada vez más difícil no perderse en la locura.
Aquí volvemos al punto en donde nos encontramos con este joven corriendo al comienzo de esta narración. Todavía lo seguían, el viento que silbaba a sus espaldas levantaba la nieve, lo podía ver de reojo. Sentía su pulso al límite, estaba acabado, tenía miedo, no quería encontrarse de nuevo en las fauces de las bestias que borrosamente aparecían en sus recuerdos. Su temor alcanzaba un nivel irracional: ¿por qué asegurar, por qué dar por hecho que aquellas eran las mismas bestias que debieron atacarle dos noches atrás?
Cierto es que prefería no arriesgarse a descubrirlo, pero su cuerpo realmente ya no podía darle más; definitivamente tenía mucho corriendo. ¡Qué importaba si se encontró o no con aquel hombre del auto! Sería incluso bastante tiempo desde entonces lo que llevaría huyendo sin detenerse. Además su cuerpo estaba muy cansado con tanto andar como para soportar aquella carrera, en aquel clima, con aquellas condiciones de suelo.
–Viajero, ten calma, estoy aquí; te protegeré si es necesario. Deja que el mundo que a tus ojos se ocultaba se revele ante ellos-, dijo una voz conocida viniendo de sus adentros, una voz que no pertenece a un hombre o a una mujer, sino a un ser distinto.
El azul que invadiese sus sentidos volvió en forma de un destello de luz que golpeó fuertemente su vista, cegándolo completamente. Tropezó, aún algo deslumbrado se arrastró hasta donde pudo, tratando de no perder el conocimiento. Poco a poco todo recuperó su tono y claridad, el viento silbaba con violencia a su alrededor, la nieve arañaba su rostro y él se sujetaba con miedo a las raíces de un árbol. Se descubrió el brazo izquierdo, le escocía como nunca, en la venda que lo envolvía habían aparecido nuevas manchas de sangre. Jadeaba derrotado, trataba de distinguir el contorno de su perseguidor tras la nieve que volaba en el aire, esperando ser atacado en cualquier momento. Finalmente, aquello que le asechaba movido por el viento, lo había alcanzado.
A lo lejos, un par de ojos brillantes se dibujaron en el borroso paisaje; seguido de aquello se formó la silueta de un animal bajo. Era un animal cuadrúpedo, un canino al parecer. A su figura le siguieron varias iguales, apareciendo en torno de aquel muchacho de cabellos blancos que yacía aterrado al pie de un árbol.
Eran las siluetas de una jauría de lobos. El primero en aparecer debía ser el macho alfa, pues comenzó a acercarse, difiriendo del resto, que se quedaron como siluetas en el lugar donde aparecieron. Llevaba algo en el hocico, caminaba lento, no parecía tener intenciones de atacarlo. Comprobar que aquellas no eran las bestias que temía lo había tranquilizado; continuaba un poco con la preocupación de ser atacado, pero no se comparaba con el terror que le provocaban los monstruos que lo atormentaban aún en su memoria. Había procurado la daga de su mochila para defenderse si fuera el casó, pero aquellos seres no parecían hostiles. El lobo alfa llegó hasta donde él, depositó en el suelo lo que cargaba e hizo una reverencia para su desconcierto.
–Yo Seneél, hijo de Freneél, nacido del vientre de Naseél, he venido a ti, Zorro, a rendirte mis honores –declaró aquel mientras estaba postrado a su frente.
El muchacho estaba atónito, no sabía cómo responder ante la situación. Frente a él se encontraba un animal, que por si ya fuera extraño que hablara, le había llamado “Zorro”. Soltó la daga, aquel peculiar objeto plateado cuyo origen no le era del todo claro; sabía que no la necesitaría. Miró en sus ojos, tratando de entender la razón de aquel noble gesto; el fuego de su fulminante mirada caló en su temple: entendió tantas cosas, más de lo que mil palabras pudieran contar, todo transmitido por aquel lenguaje que sólo los ciegos desconocen, pero que aún así llegan a experimentar por otros medios. El mensaje de una mirada; uno de los tantos lenguajes olvidados en el que impera la carne sobre la mente, oculto en el relegado rincón animal del hombre.
–¿Qué te ha traído aquí poderoso Gris? ¿Por qué te inclinas hoy ante mí? –preguntó una dulce voz en su interior; casi involuntariamente, estas mismas palabras fueron repetidas por sus labios.
–He dejado mis tierras… he abandonado mi profanado santuario, pues un manto de sangre cubre nuestros antiguos dominios; la tierra que nos perteneció fue invadida por el hombre y su hambre de muerte. En un extraño y frenético deseo de venganza, un amanecer les bastó para devorarnos. Vinieron a nosotros con sus estruendosas armas, asesinaron a nuestros vigilantes sin piedad y sin remordimiento. Tratamos de huir, pero era ya demasiado tarde: sus garras de odio se encontraban sobre nuestro hogar y sus ojos de maldad sobre nuestra estirpe. Me quedé a pelear y defender mi manada, mas fui de los primeros en caer. Persiguieron al resto de mi familia incansablemente, mataron a nuestros cachorros y hembras, sin importar que algunas de ellas estuvieran en cinta. Mataron a todos mis hermanos, y yo, agonizante, tirado en la nieve, sólo pude escuchar sus gemidos, oler su sangre y sentir cómo cada uno de ellos expiraba. Me dejaron ciego y herido, de alma más que de cuerpo, pues mis acciones fueron inútiles para defenderles. Morí, y en la muerte entendí el porqué nos persiguieron: fue por ti…
–¡¿Por qué?! –preguntó casi sin aliento; realmente sentía aquel dolor como suyo. Miraba la triste expresión del lobo, seguía mirando en sus ojos: veía a todos y cada uno de los suyos caer frente a una figura humana, fulminados con el estruendo de una escopeta; veía a los hombres ahuyentándoles, haciendo ruido con trastos y disparos, persiguiéndoles y acorralándoles; veía su sangre derramándose en ríos sobre la nieve, llevándose en aquel color rojo sus vidas entre suspiros y llantos; les veía ahí, muertos de manera despiadada. Si aquel sufrimiento ocurriese realmente por su causa, merecía también la muerte, en igual intensidad de dolor o peor.
–El porqué ha quedado atrás, hemos caído y no hay nada que pueda cambiar los hechos; nosotros fallamos al ser más débiles que el hombre, y nuestros ancestros fallaron al permitirle elevarse tan alto. Nuestra raza es de las más culpables entre las razas –se lamentaba-: el hombre nunca ha sido ajeno al lobo y el lobo nunca fue ajeno al hombre, ahora lo sé y lo entiendo.
»En el pasado, cuando la tierra era virgen, lejana de la profanación de la que es víctima ahora, el hombre y el lobo cazaban juntos en las mismas praderas. En aquellos días, hombres y lobos se veían como hermanos: éramos familias de cazadores luchando por el bien común de la supervivencia. Todo fue prosperidad mientras duró, el lenguaje que se formó en el hombre llegó a ser entendido por nuestros antepasados, y el hombre del pasado llegó entender nuestro lenguaje; cruzáronse alianzas, pactos; alguna vez hombre y lobo fueron uno sólo. Nuestros ancestros desconocían el gran demonio junto al que dormían.
»En aquellos días los susurros del océano eran claros por la noche, a nosotros los hijos del Gran Árbol nos bendecía la vida con la ciencia y sabiduría de los antepasados, pero a los oídos de los hombres llegaron tentaciones. Fue entonces cuando nuestra madre lloró por primera vez; presentía el futuro de aquellos seres. Nosotros, en lugar de alejarles de tal situación, en lugar de acabar con aquella amenaza que comenzaba a erguirse frente a nuestros ojos; como haríamos con cualquier cachorro de mala raza antes de que crezca y se convierta en un peligro para el resto de la manada; bajamos la cabeza, nos dimos medía vuelta y nos alejamos, para observar desde el rincón más oscuro como aquellos monstruos devoraban la tierra que les engendró.
»Los hombres se volvieron codiciosos, fueron seducidos por extraños y egoístas pensamientos, llevados por un sentimiento de superioridad, se alzaron sobre todas las razas y se proclamaron dueños del mundo. Muchos de nuestros ancestros siguieron a los hombres en su camino de confusión, siendo sus subordinados; sus hijos duermen entre ellos, con otra forma, bajo otro nombre entre las lenguas de los hombres; algunos sufren mientras otros viven en dicha, meneando los rabos ante su presencia para recibir de su mano un poco de alimento o una caricia. Nosotros, los que nos alejamos, los que bajamos la cabeza y abandonamos el camino de aquellos seres, pecamos de omisión, ignoramos lo que era nuestro deber y hoy pagamos las consecuencias de nuestros actos; nos fue arrancada la vida de la mano de aquellos con quien pactamos, pero esa no fue la condena.
–¿A qué te refieres Gran Gris? –Le llamaba de ese modo, casi involuntariamente-, si la condena no es morir ¿cuál es?
–Vagar –contestó con rotundidad. Entendió, era evidente: si estaban muertos ¿cómo se encontraban frente a él? Eran fantasmas-. Nuestra línea de sangre continúa bajo la jurisdicción de aquel pacto que ya los hombres han olvidado; en el Arca de las Memorias permanecen latentes las palabras que hombre y lobo cruzaron en aquellos tiempos; somos servidores y hermanos de aquellos que nos dieron muerte, aun cuando dividimos nuestras sendas hace ya bastante tiempo.
»En la muerte nos reunimos de nuevo, avanzando a donde nuestro deseo nos conducía, allá, donde la dicha será el viento que acaricié tu rostro: en el inmenso jardín del Gran Árbol. Con la muerte experimentamos la paz, el dolor se fue, nuestro dios estaba más cerca de nosotros, lo sentíamos. También escuchábamos tu voz, pudimos ver tu verdadera forma desde la lejanía, descendiendo poco a poco a este mundo; el regocijo nos invadía, pero no lograba llenarnos. Sentíamos dicha, pero esta nos era insuficiente, nuestro deseo era insaciable, ¡la presa que perseguíamos nos era tan distante e imposible de alcanzar! Sufríamos, no con dolor, sino con la ausencia de lo que deseábamos; cada segundo sin él nos parecía una eternidad. ¿Cómo saber si aquel lugar era la tierra prometida?, ¿cómo saber si se trataba del gran jardín en el que retozaríamos por la eternidad? El simple hecho de seguir conscientes y deseosos nos indicaba que no lo era: comprendimos una gran cuestión.
»Estábamos junto a nuestros ancestros, que ignoraban su condición de eternos errantes; toda nuestra estirpe vagaba con nosotros en un lugar sin nombre, entre este mundo y el mundo de la eternidad: nos encontrábamos en el puente que les une. Supimos que no descansaríamos aún, puesto que nuestras almas seguían ligadas a este mundo.
–¿Ligadas?
–Sí, cada miembro nuevo de nuestra manada era bautizado en nombre de nuestros ancestros; una cadena de sangre que en aquel puente de eternidad correría para siempre, girando en torno a un mundo inexistente. Una reliquia, un objeto, ese es nuestro único cuerpo ahora. Al entenderlo pudimos volver a este mundo, llamados por el sonido de tu voz, guiados por el viento que sopla a tu favor. Nuestros ancestros desconocían la razón por la que no alcanzaban la dicha que perseguían eternamente en aquellas tierras donde el tiempo deja de importar; estaban perdidos sin saberlo: fue hasta cuando llegamos nosotros, hasta que llegó el último eslabón de la cadena, cuando pudieron comprenderlo.
»Nunca en vida, ni ellos ni nosotros, conocimos la maldición que poseíamos: una maldición cruel, pues nos era tan difícil romperle entonces como imposible nos es ahora. Ya no es mi manada, sino toda mi estirpe la que guío. He llegado a ti, Zorro, para pedirte un favor: lleva nuestra reliquia, testigo de nuestro pacto, allá donde habita nuestra madre. En el camino que te queda por recorrer la encontrarás, sólo te pido que le entregues esto –y arrastró con su pata hasta los pies del joven lo que antes llevaba en el hocico-, llévalo con ella, aboga por nosotros; ella podrá liberarnos. A cambio de ese favor te ofrecemos nuestra protección.
Tomó aquel objeto que a primera vista confundiera con una rama, luego miró al lobo para preguntarle:
–Gran gris, ¿cómo podías en vida romper la maldición?
–Cumpliendo con el pacto; imposible, puesto que el hombre obedece ya a otros dioses. Es necesario que nuestra madre destruya esta reliquia, es lo único que nos ata a este mundo y sólo esa alternativa nos queda para liberarnos.
–¿Por qué ella? ¿Por qué no destruirle ahora mismo?
–Sólo ella puede romper lo que une este objeto con nosotros; no es posible destruirlo. Si le partes por mitad, dos objetos distintos nos unirán a este mundo. No importa cuánto intentes, sólo conseguirás fragmentarlo. Lo que se debe destruir no se puede tocar, no se puede dividir. Permanece como la unidad, un evento en el tiempo que late dentro de cada rincón de este cuerpo sin vida en el que estamos cautivos. Pues por eso estamos encerrados, porque no podemos morir. Sólo nuestra madre podrá retirar las palabras grabadas en esta reliquia. –Y alejándose un poco, dijo en voz alta-: Yo Seneél, hijo de Freneél, nacido del vientre de Naseél, a nombre mío y de mi manada, otorgamos nuestro perdón por el dolor que tu causa nos acarreó; me despido de ti, Zorro, rogándote una vez más que en tu viaje lleves nuestra reliquia a donde nuestra madre. Velaremos por ti desde las cercanías y al viento aullaremos rezando por tu victoria; si llegases a necesitar mi ayuda, sólo susurra mi nombre a la reliquia y estaré ahí para servirte, redentor.
Dicho esto último, el viento, que se había quedado mudo, volvió a zumbar; todo el tiempo hacia silenciosos remolinos de nieve entre las siluetas del resto de la manada, él no se percató de ello hasta que volvió a hacer ruido. Levantando más nieve que antes, aquella sonora ventisca cubrió al lobo, que a sus ojos se disolvió con la nieve que volaba, convirtiéndose en una ráfaga más de viento. Los otros lobos aullaron y desaparecieron de igual modo.
Ya en la tranquilidad y silencio de aquel lugar, el chico observó con mayor atención lo que tenía entre sus manos: un grueso hueso de apariencia antigua. Estaba retorcido, quizá debido a la humedad de donde se encontraba, por esto le había confundido en un principio con una rama. Tenía grietas y le faltaban algunos fragmentos, en el habían tallado las figuras de tres hombres con lanzas y tres lobos danzando alrededor de una hoguera, seguido de una serie de dibujos a los que no encontró forma. Entendió lo peligroso de aquella maldición. Aquel objeto se desmoronaba por el tiempo, el paso de los siglos podía notarse en él. ¿Qué pasaría si se desvaneciera por completo, si no dejara huella visible? Permanecería ahí, como el polvo, y en él todas las almas prisioneras.
Guardó el hueso en su mochila y se puso de pie. Su brazo había dejado de sangrar, estaba listo para marcharse. Miró al frente y miró detrás, miró a un lado y luego al otro, cerró sus ojos, sintió la brisa. Astuto e intuitivo cual zorro, emprendió el viaje; el chico de cabellos blancos continuó su andar, guiado por aquel ser que habita en su interior.
Un auto gris serpenteaba entre los caminos de la carretera federal, conducido a toda prisa por un hombre de treintaicinco años. Frente a él se alzaba imponente la sierra occidental, su destino era Deepwood, un pequeñísimo poblado perdido entre las faldas de aquellas montañas; ahí solicitaban su presencia urgentemente. Se trataba del detective Denis Hudson, comisionado por su departamento de policía para investigar un caso en aquella región. No eran sólo intenciones laborales las que lo llevaban a esas tierras, había también una causa secundaria, más personal.
Toda la región estaba sembrada de pequeñas poblaciones, dispersas entre los campos, lagos y montes, todos nombrados de forma peculiar, haciendo referencia a paisajes a la vista o a personajes célebres para sus historias individuales; el más urbanizado de aquellos era, en definitiva, el llamado Grayhills. Su ruta por la autopista terminaba ahí, tenía que atravesar la pequeña urbe para tomar el camino de la montaña. Hacía kilómetros que no veía un espectacular, los que lo recibieron en la entrada de aquel pueblo (que invadía la carretera) despertaron su apetito y le recordaron que necesitaba gasolina.
Dentro de un desvencijado pórtico de madera dormitaba un hombre gordo, bastante abrigado, con una tejana cubriéndole el rostro. Denis hizo sonar el claxon para despertarle. Era un mecánico, atendía un pequeño taller que fungía de llantera y auxilio para el necesitado de los caminos.
–Disculpe… ¿Dónde puedo comprar un poco de gasolina? –el interrogado se limitó a levantar un brazo para señalar una construcción varios metros adelante, entre unos árboles. Era un poco triste de ver, un par de austeras bombas de gasolina sobre una carcomida plancha de asfalto, semisepultada por la nieve, coronada por un rústico y decolorado letrero que indicaba «Gasolinera Sr. Pine».
–El negocio es de mi hermano –dijo con orgullo el hombre de la tejana.
–Llegar allá le tomará cerca de cuarenta minutos, si la nieve se lo permite. La brecha hacia la reserva es importante y suelen mantenerla despejada, pero con este clima no se lo puedo asegurar –decía el encargado de las bombas después conocer su destino, creyéndolo un simple turista-. Le aconsejaría llevar un poco más –añadió cuando el tanque estuvo lleno-, le costará trabajo encontrar combustible en los poblados de arriba, y es más cara porque la distribuyen en galones.
Habían transcurrido veinte minutos desde que dejó Grayhills, atrás quedaba el camino que empezó desde la tarde anterior. Estaba cansado, pero se aferraba al volante con una mano mientras se refregaba la cara con la otra. La ansiedad era insoportable, tomó de todo para resistir el viaje (de todo lo legalmente asequible, al menos) y la resaca de aquello comenzaba a perjudicarlo. Atravesaba el tramo más pesado, el camino era cada vez menos transitable, aparecían más curvas y nieve conforme avanzaba. Aun cuando había colocado cadenas en sus neumáticos, estos llegaban a patinarse y resbalar de vez en cuando. Quiso prender la radio, pero la recepción era pésima. Estaba sólo, escuchando rechinidos extraños bajo sus llantas, mirando abismos blancos en cada vuelta y soportando el perfume de su galón de gasolina, que de alguna forma conseguía filtrarse desde el maletero.
Para colmo de sus males, un objeto grande y pesado cayó sobre su cofre. Salió de entre los árboles, rodando por una loma, formando una pequeña avalancha de nieve. Impactó su auto sin que lo pudiese anticipar. Pisó el freno a fondo por la impresión, derrapando un par de metros; creyó ver el rostro de una persona. La mitad de la nieve se deslizó del cofre cuando el auto se detuvo; Denis miraba con atención. Sonrió al no percibir movimiento en aquella masa informe y nívea, convencido de que sus nervios lo habían engañado. Fue una sonrisa muy breve, desecha casi en el acto, pues el bulto se incorporó, bajando del cofre con bastante ligereza. Era un adolescente, de dieciséis o diecisiete años de edad; al principio no pudo determinar si se trataba de un chico o de una chica, tal era su extraña complexión física. El pelo le cubría las orejas, era tan rubio, que podía decirse que era blanco. Después de evaluarlo, Denis se inclinó por creer que se trataba de un chico, y no se equivocaba. No era de extrañarse que se confundiera en la nieve, siendo albino y vistiendo ropa clara, se encontraba perfectamente camuflado en aquel páramo blancuzco. Quizá se ocultaba cuando resbaló; pero… ¿por qué lo haría? O aún más extraño, ¿qué pretendía un muchacho solo, ahí, en la mitad de la nada?
El joven estaba frente al detective, que continuaba aferrado al volante, atónito. No mostraba malestar alguno por el impacto; incluso no parecía darle importancia, como si hubiera algo más que atender. Se veía agitado, inquieto. Llevaba una bufanda, la mitad inferior de su cara estaba oculta, pero podía ver sus ojos, moviéndose intranquilos sobre sus mejillas enrojecidas; miraban alternativamente al detective y al entorno, alertas, analizándolo todo, planeando cada próximo movimiento. Denis temió por un instante que el chico fuese alguna especie de bandido carretero, no sabía si bajar del auto o alejarse de ahí. Al final, optó por lo primero; después de todo estaba armado y el sospechoso era sólo un muchacho, casi un niño ¿qué podía temer? Miró su reloj, marcaba las 9:00 de la mañana; aún era temprano para llegar a su destino.
–¿Te encuentras bien, chico? –preguntó al desconocido, cuya estatura se asemejaba a la suya; fuese que Denis no era muy alto, fuese que el muchacho lo era bastante. No respondió, seguía alerta; pero ya no miraba el rostro del detective, sino su pecho; Denis sintió adrenalina, ¿buscaba la señal de algún arma oculta bajo su ropa? Una ráfaga de viento los atravesó, barriendo suavemente los cabellos del muchacho. Pareció captar hasta entonces la pregunta, pues una vez que el viento dejó de soplar, respondió; como si fuese este quien se lo aconsejase.
–Sí –dijo a secas, mientras extendía su mano hacia el cofre del auto para tomar de entre la nieve una mochila. Un objeto plateado brotó de una de las bolsas laterales, por poco cayó al suelo. Denis identificó aquello como una daga envainada en una funda de cuero; sus sospechas se fortalecían, llegando al punto máximo cuando el chico acercó su mano a la bolsa. El detective procuró su pistola, pero se detuvo al ver que aquél sólo cerraba su mochila, ocultando su contenido; aunque esto lo tranquilizó, lo siguiente le erizó la piel-. Es una hermosa foto la que llevas en tu pecho –dijo el extraño sin levantar la mirada. Su tono de voz fue distinto, ahora era una voz más suave, de timbre sexualmente indistinguible; de no haber visto su bufanda estremecerse al ritmo de las palabras, Denis estaría convencido de que entre ellos había alguien más, uniéndose a la conversación.
–Lamento… –comenzó dudoso aquel muchacho, pero alzando la mirada-. Lamento haber caído sobre su auto, señor –había recuperado su voz, un tono distintivo de un chico de su edad. Se disponía a marcharse, como si aquel encuentro accidental hubiese sido cualquier roce de hombros en una calle transitada.
–¡¿Disculpa?! –preguntó Denis, deteniendo su partida, intrigado por aquel extraño fenómeno.
–Lamento haber caído sobre su auto –repitió con seguridad, decidido a marcharse; de nuevo era una voz normal.
–No, eso no. Antes de eso… dijiste algo antes de eso –comenzaba a dudar sobre lo que había visto y escuchado.
–No dije nada más –en su mirada se leía tal consternación, parecía tan sincero, que Denis sintió que él era el anómalo en aquel lugar.
–No, sí lo hiciste. Te… ¿Te referías a esto? –se descubrió una cadena en la que llevaba un pendiente abisagrado. Efectivamente, dentro estaba el retrato de su difunta hermana Sofía, mostrándola tal cómo fue a la edad de once. La tarde anterior, cuando finalmente decidió aceptar la encomienda y preparaba sus cosas, el recuerdo de su hermana lo asaltó. Meditaba sobre ella, mirando su foto en el interior del pendiente; su cabello lacio le caía sobre el hombro, reflejando las luces del estudio donde fue retratada; era su sonrisa la que captaba su atención, sencilla y natural, imagen de aquellos días memorables que vivieron juntos. Miraba también un trozo de papel, amarillento y con los dobleces muy marcados; era una nota que conservaba con recelo, escrita por su hermana quizá el mismo día que murió. Parecía una despedida, cosa extraña, pues su muerte no fue un suicidio, o al menos eso deseaba creer; sólo él sabía de la existencia de aquel documento que aseguraba lo contrario. Deseaba tanto deshacerse de él (prueba única de la voluntaria y planeada muerte de su hermana) como conservarle y descifrarle, para así conocer la verdad.
Los misterios eran su pasión, lo que antes fuera un juego se transformó en su vocación desde el fallecimiento de su hermana. Habíase jurado encontrar la causa del extraño comportamiento que tuvo durante su último año de vida, y la nota era una clave importante:
«Vivir para servir, ese es el objeto de nuestra existencia. Si abandoné este mundo fue por no encontrar lo que buscaba; continúa mi viaje en su búsqueda. No lloren por mí, sino por ustedes, y pregúntense si ya han encontrado lo propio.
…Sólo es eterna la palabra»
Aquellos días se manifestaban en su mente. Sofía Hudson dejó de existir una tormentosa tarde de verano, poco después de su doceavo cumpleaños. Denis era apenas un año menor, solían llevarse bien. Vivían en el campo, una región intensamente agrícola, terrenos tupidos de sembradíos de avena, trigo y sésamo. A unos metros de su casa crecía un gran árbol de tronco torcido, el lugar favorito de juegos tanto para él como para su hermana. Le habían adaptado un columpio, y algo más de una docena de tablones rotos y enmohecidos, que alguna vez pretendieron formar una choza, se encontraban en desorden y mal clavados a lo largo del tronco. Aquella tarde el cielo tronaba, una fuerte tormenta estaba por caer:
–¡Sofi! ¡Sofi! –gritaba el pequeño Denis desde el jardín de flores que su madre plantaba en la parte posterior de la casa. Padecía un profundo terror a las tormentas, terror que aumentó después de lo acontecido aquel día. No encontraba a su hermana por ninguna parte, sólo faltaba buscar en el árbol, pero tenía miedo de ir allá; tendría que cruzar todo un campo de cultivo bajo un cielo gris y amenazador. Había escuchado bastantes historias de personas que al salir al llano en medio de la tempestad eran alcanzadas por un rayo y morían.
Con la punta de sus dedos tocaba la madera del cerco que rodeaba su casa, apenas si lo rozaba, lo hacía con tanta delicadeza que parecía acariciarlo; tenía que cerciorarse. Con ello no pretendía evitar los rayos, en todo caso no le serviría de nada; había un motivo especial para hacerlo, que no se relacionaba en absoluto con su miedo a las tormentas. Le costaba entender lo que sentía, se trataba de una extraña habilidad que aún no dominaba. No estaba equivocado, su hermana pasó por ahí.
Armándose de valor, el pequeño Denis salió a todo correr en dirección al árbol. Las verdes espigas de la avena golpeaban su rostro, gruesas gotas de lluvia comenzaban a caer. Al llegar al árbol encontró a su hermana cavando un hoyo, el cielo tronaba impetuoso.
–¡Sofi! ¿Qué crees que haces? ¡Te he buscado por todos lados! –En ese instante un rayo cayó en un árbol vecino, a una distancia semejante a la que se encontraban de su casa; iluminó todo e hizo cimbrar la tierra. El árbol se partió y ardió brevemente, extinguido por el aire.
–¡Vete a casa! Te alcanzaré luego –le ordenó con fastidio la niña. Seguía cavando cómo si nada; Denis estaba al borde de un ataque de pánico.
–¡No! ¡¿Estás loca?! ¡Deja eso! –A pesar del viento silbando en las espigas y las nubes estallando, Sofía pudo escucharle claramente; lo miraba con repugnancia: odiaba que la gente la llamara loca.
–¡Lárgate! ¿Por qué no entiendes? ¡Tengo cosas que hacer! –era completamente irracional. Arrojó la pala a un lado y tomó una caja circular de galletas que había junto a ella.
–Lo harás después. ¡Ven ya! –suplicó el niño, tirando con fuerza del brazo de su hermana; la caja se resbaló de su mano, golpeó una raíz nudosa y se abrió, derramando su contenido sobre el pasto. Un grupo de hojas de cuaderno llenas de anotaciones manuscritas y una figurilla de madera (a cuya forma Denis no prestó interés entonces) comenzaban a mojarse bajo la lluvia; el viento no ayudaba nada, pues barría las hojas, dispersándolas por todo el lugar.
–¡Imbécil! –Gritó Sofía colérica, empujando violentamente a su hermano, que resbalando con el fango, fue a estrellar su cabeza contra el árbol-. ¡Mira lo que has hecho! –Continuaba la rabia de la niña-, ¡Aléjate de aquí! ¡Déjame sola!
Denis comenzó a sangrar, el cabezal de un clavo en el tronco le había abierto una herida en la frente, cerca de la sien. Lloraba, el miedo y el dolor le hacían derramar lágrimas. Se incorporó, cubierto de barro y chorreando sangre, echó a correr hacia su casa; una vez allá, miró hacia atrás para ver a su hermana recogiendo sus cosas. La miraba con odio: él, que había enfrentado su miedo para buscarle; y ella, que le había recibido de manera tan cruel. Aquella fue la última vez que la vio con vida; Denis se reprocharía eso el resto de su existencia, pues la miró iracundo.
Sofía no volvió a casa, cuando su padre fue a buscarle, ya no la encontró en el árbol. La tormenta era intensa entonces, golpeaba los cultivos con granizo y viento. La buscaron por todas partes, sólo quedaba el granero. Creyeron que se ocultaba ahí, pues frecuentaba aquel lugar cuando deseaba estar sola. En aquel momento era imposible llegar hasta allá, tenían que esperar a que la tormenta cediese, pero se prolongó toda la noche.
Al día siguiente fueron al granero, pero no la encontraron ahí. La buscaron por todas partes, los devastados cultivos estaban repletos de aves y roedores fulminados por la lluvia, pero no hubo rastro de ella. Dos días después de su desaparición, su cuerpo fue encontrado a varios kilómetros de distancia de su casa, en la orilla de un rió; la ira fluvial de la tempestad la arrastró hasta allá.
Denis recordaba con dolor, frotándose la cicatriz de su frente. El rostro sin vida de su hermana permanecía como un espectro en su memoria. Aunque su cuerpo se mantuvo íntegro y presentaba pobres señales de afección, su rostro era espantoso. No había sido deformado por el dolor, ni lo habían profanado los gusanos, estaba intacto, tal y como podía admirarse en la foto de su pendiente, sólo que aquel era un rostro vacío, mirarlo era como mirar una fosa. Había algo horrible en su rostro, inexplicable, que era capaz de arrebatar el aliento. Su funeral se dio con el féretro tapado, nadie podía observar aquel pozo sin fondo, ese pálido rostro al que nunca pudieron cerrarle los párpados.
Siempre se sintió culpable de la muerte de su hermana: al principio creía que si la hubiera dejado en paz, habría vuelto pronto a casa; cuando encontró la nota, comprobó que no hubiera sucedido así; sin embargo, continúo sintiendo culpa, por no haber sido más persuasivo. «Encontrarán mi cuerpo, pero no me encontrarán a mí…» decía una de las tantas hojas de su caja de galletas.
–¿Y bien, encontraste lo que buscabas, Viajero? –preguntó de forma burlona aquella voz extraña y asexuada, brotando nuevamente del chico de la bufanda gris, que continuaba frente a Denis.
–¡Cómo has dicho! –exclamó alarmado; no podían ser simples coincidencias. Conocía la foto y el contenido de la nota que guardaba dentro del collar; ¡¿era capaz de ver a través de cuerpos opacos, o de leer la mente?! Al mirarlo, encontró algo aterrador: sus ojos se habían tornado azules, sin pupilas, sólo un par de iris azules; un azul tan profundo e intenso, que tuvo que desviar la mirada para evitar sentirse devorado por ellos.
Una impetuosa ráfaga de viento azotó el cuerpo del detective. Denis se vio forzado a cubrirse la cara; la nieve ligera arañaba su rostro, soplaba tan fuerte que le hizo tambalear. Cayó y se golpeó en el borde de su auto, quedando inconciente.
Se despertó con la cara cubierta de nieve y una terrible jaqueca. Tardó unos segundos en asimilar todo lo ocurrido, miró a su alrededor: estaba solo; el viento y la nieve habían borrado toda posible huella del joven. Según su reloj, eran las 10:20 am. ¡Más de una hora inconsciente y a merced del clima! Se sentó en su auto, sacudió la nieve de sus pies, cerró la puerta y tomó el volante. Suspiró, había estado recordando mucho a su hermana últimamente. Nunca entendió por qué estaba tan interesada en sepultar sus apuntes.
Abrió la guantera para sacar una desgastada y abollada caja metálica de galletas. La tomó entre sus manos, la abrió delicadamente; ninguna otra posesión suya, por más invaluable que fuese, superaba aquellos cuidados. Dentro había una figurilla tallada en madera, representando algo parecido a un árbol, o más bien, al despojo de un árbol, pues se encontraba sin hojas. Eran sólo el tronco y las ramas, sujeto con las raíces expuestas a lo que parecía una roca esférica y cuarteada. Una serie de caracteres estaban grabados con quemaduras en una de sus raíces. Les había investigado con anterioridad, pero no le había sido posible descifrar aquello; parecía una lengua muerta, una mezcla de runas y letras antiguas, como sacadas de un hallazgo arqueológico. Lo demás en la caja era el puñado de hojas con anotaciones manuscritas, semejante a un diario; tomó una, el tiempo y la lluvia de aquel día habían borrado algunas palabras, pero tenía partes perfectamente legibles: «…Los pies de mi gran árbol guardan aquello que el tiempo se encargó de ocultar…»
La tarde del funeral corrió abatido hacia el árbol; no podía creer lo que sucedía, no podía asimilar el hecho de que no la volvería a ver más. Tropezó con la pala que seguía tirada entre la hierba y con un sentimiento de impotencia comenzó a desenterrar eso que su hermana ocultó con tanto fervor. Aquel día leyó por primera vez la nota que cargaría desde entonces dentro del pendiente, transformando la muerte de su hermana en una interrogante. Conservó aquellos apuntes en secreto, y a pesar de los años, no consiguió descifrar gran cosa. Estaban escritos metafóricamente, sin un orden e incluso codificados en un lenguaje desconocido (el mismo de la figura tallada). Lo que podía leerse parecían sólo poemas y cuentos, simples fantasías, delirios de un desequilibrado. Sin embargo, él sabía que aquellas palabras guardaban un significado, siguiendo los enigmas de Sofía había dado con increíbles realidades. Incluso en aquel momento, la voz de su hermana lo conducía a las fronteras de lo desconocido.
Una patrulla se detuvo frente a él, venía en dirección contraria. De la unidad bajó un hombre rollizo y uniformado. Era el comisario del pueblo. Denis estaba distraído y no se dio cuenta sino hasta que el oficial lo llamó, golpeando el cristal de su auto.
–¿Tiene algún problema caballero? –le preguntó el oficial cuando abrió la ventana. No tenía una explicación sencilla para su situación, si existía, Denis no era capaz de procesarla. Su auto proyectado a la izquierda y como en señal de derrape, la ligera abolladura en su cofre junto a un par de líneas quebradas en el cristal y la notable capa de nieve que lo cubría ya por la inactividad, eran indicios de que le había ocurrido algo desagradable-. Póngase en marcha amigo –le aconsejó dándole palmadas en el hombro, después de oírlo titubear-, el frío le congelará el motor –era un gordillo burlesco; el detective se sentía apenado, aquel debía creer que un accidente natural de lo más simple lo había detenido en su ruta. Sobre la puertilla abierta de la guantera se dejaba ver una carpeta rotulada con el logo de la Guardia Federal, el comisario reparó en ella:
–¡¿Es usted policía?! –preguntó sorprendido.
–Así es, soy el oficial Hudson –dijo mostrando su identificación y tendiéndole la mano. El comisario no respondió al saludo, cayó en cuenta de algo que le borró la sonrisa gradualmente.
–No me diga que usted compone todo el cuerpo de apoyo que solicité.
–Es una situación complicada para hablar ahora señor, si me acompaña hasta la comisaría con gusto le explicaré…
–Me temo que por el momento no podré hacerlo –el comisario actuaba con mucha desilusión y molestia, el cuadro negativo de grandes expectativas se mostraba en su rostro a manera de inconformidad-, tengo asuntos pendientes en Grayhills… –vaciló antes de continuar, aún no confiaba del todo en aquel hombre; esperaba que le mintiera, que se tratara de un impostor (por la razón que fuese), y que la respuesta a su petición aún estuviera en camino. Pero confesó, aceptaba que quizá pedía demasiado para su situación tan descuidada-, esta mañana apareció el cadáver de la madre del muchacho, primera testigo del evento; aparentemente se quitó la vida. Creo que cada vez habrá menos trabajo aquí para usted… sea lo que sea que haya venido a hacer –bufó con molestia-. Siga derecho y llegará al pueblo, busque la comisaría y espéreme ahí.
Regresó a su patrulla, Denis encendió su auto y se puso en marcha. Después de treinta minutos más de camino llegó al pueblo (si a eso se le podía llamar así). Comprendió la razón de su nombre: dispersas entre una multitud de árboles enormes, que dificultaban el acceso de la luz, estaban algunas cabañas cubiertas de nieve. Fuera de lo que parecía la iglesia del pueblo había una marcha fúnebre, salían de ella cargando un ataúd. Bajó el cristal de su ventana para interrogar a uno de los religiosos sobre la ubicación de la comisaría, estaba harto y esperaba encontrarse cerca; para desgracia suya no era así. Le dieron un puñado de enredosas indicaciones que fue olvidando poco a poco; aquel lugar no estaba regido por calles, todo era un grupo de caminos independientes y aleatorios que surgían aquí y allá, dividiéndose y cerrándose sin ninguna jerarquía. Finalmente dio con su objetivo, bajó del auto y el viento volvió a golpear su rostro; comenzó a sentir aquella curiosa sensación de emoción que le dominaba e inspiraba, aquel extraño pueblillo ocultaba muchos secretos, las paredes se lo decían a gritos.
–Creo –dijo para sí-, que me voy a divertir bastante en este lugar.
A mis lectores...
La publicación de los últimos episodios se ha visto bastante accidentada en tiempo debido al ritmo que ha llevado mi último mes. He trabajado arduamente en la revisión de mis borradores pero a veces no consigo ponerlos a punto antes de que llegue la hora para publicarlos. De nuevo me veo en la necesidad de retrasar un episodio, espero no tener que hacerlo nuevamente.
Ha sido muy poco desde el último retraso y quiero dejar claro que no han sido planeados. No pretendo alterar la frecuencia de publicación, el material está en mi disco duro, en proceso de revisión y podrá ser leído el próximo domingo.
Si eres un nuevo lector, te invito a explorar el blog:
"Jacob Morrison fue asesinado de forma misteriosa a sus diecisiete años de edad, seis años atrás, su padre también fue víctima de un ataque. En la cordillera occidental de la Gran República del Norte existe un poblado montés que esconde muchos secretos. Un extraño resplandor alumbra el día en que Jacob murió, un resplandor que es observado por un hombre en la lejanía. Su enviado se dirige a toda prisa hacia el lugar de los hechos, hay un misterio que necesita ser esclarecido, la luz de Jacob permanece, latiendo con el ritmo de dos corazones distintos."