La Sinfonía de la Sirena | El Despertar | XVII

Fugitivo

Estaba casi sin aliento pero seguía corriendo, su corazón palpitaba violentamente; sentía su yugular saltando bajo la bufanda gris que le cubría el cuello.
Aquella mañana salió de su casa con el plan de abandonarla. No tenía intenciones de volver, realmente no dejaba nada atrás; su mundo se había desplomado en los últimos días. No le quedó nada, perdió todo lo que tenía y amaba, no sabía cómo explicarlo, pero incluso parecía haber perdido su propio cuerpo. Tal era su situación, que llegaba a cuestionarse con fervor si realmente fue lo que creía haber sido, sobre si aquel que abandonaba fue realmente su hogar; y tal era su confusión, que no sabía con exactitud lo que era ahora; de hecho, aquello que entendía sobre sí mismo era apenas una vana idea para tratarse de un asunto tan relevante. Si al menos su mente tuviera recuerdos más claros, pero todo era una mezcla de memorias difusas e incompletas. Despertó sin poder recordar su nombre, quizá ya tenía tiempo sin saberlo ¿cómo asegurarlo? Lo que había en su memoria sobre cómo llegó al estado en que se encontraba, se asemejaba más a un sueño que a una realidad. Le parecía una pesadilla, como aquellas que se olvidan parcialmente al despertar: sólo residuos aleatorios que han emergido de sus lagunas, sin un orden o lógica concreta. Aquella corrupción invadía también los recuerdos de su vida; miraba su cuerpo, aquel cuerpo de adolescente; recordaba ser adolescente, pero no le era certero que aquel fuese su cuerpo dos días atrás. No podía dar crédito a sus temores, le parecía inverosímil que alguien cambiara de cuerpo, pero aquella situación era tan desconcertante, había sido testigo de tantas cosas, que no le impresionaría demasiado que su suposición fuese real. En aquel momento sentía que en los años que debiese tener de vida había sido más de un individuo… incluso más que un humano.
Como un ser que duerme por años y su conciencia se carcome en el olvido; un día aquella conciencia, por alguna razón, despierta en el cuerpo de otro ser. Comienza a tomar una nueva forma, rellenando los huecos que el olvido creó con recuerdos de una nueva representación de vida, hasta el punto en que aquella conciencia se ha trasformado en un ser totalmente distinto, acostumbrado ya a su nuevo aspecto. Pero ¿qué pasaría si lo que llenara esos huecos originalmente apareciera de nuevo, sustituyendo de golpe los nuevos recuerdos? ¿Y si aquella conciencia que dentro de un sedoso y cómodo capullo de nueva vida se transformaba en un nuevo ser, comenzara a hacer un proceso inverso, regresando al origen? ¿Qué ocurriría si las mariposas se transformasen en orugas?: Él creía que esa era su situación.
Llegó a esa casa, dudando aún sobre si le perteneció realmente. Ahí se encontró con más recuerdos y los restos de quien fuese su madre si aquel fuese su hogar. Un sentimiento todavía más amargo que la tristeza lo invadió en el momento. Si estuviera seguro de que aquel era su hogar, encontrarle en ese estado le habría entristecido, habría desbaratado sus sentidos y desgarrado su alma por completo; se hubiera tirado al suelo a llorar desconsoladamente… pero en él existía la duda. ¿Lloraría?, ¿haría algo por aquellos despojos? ¿Y si realmente no le correspondía? ¿Y si aquel cadáver no era el de su madre? Esa incertidumbre le hería aún más que los hechos, pues es cierto que la verdad hiere, pero lo hace sólo una vez, en una herida absoluta; mientras que la duda carcome, penetrando cada vez más profundo en el alma, sin detenerse hasta no ser saciada. En ese desenfrenado y violento camino suele destruir más que lo que la peor verdad podría dañar en un golpe. Decidió aceptar que aquel fue su hogar y que aquellos recuerdos fueron su vida, mas no lo hizo para tirarse al suelo y llorar con seguridad, sino para dar por sentado que lo había perdido todo y que seguía buscar la salida de aquella pesadilla.
Abandonó aquel lugar y aquellos restos; ahí sólo quedaban objetos, cosas materiales, nada más que cadenas melancólicas que lo atarían a su propia y temprana tumba. Se iba, más que movido por la sensación de viajar que invadía su ser, o por las voces que lo llamaban hacia la incierta oscuridad del mañana, lo hacía porque no tenía otra elección; ahí no encontraría más respuestas a las inquietudes que le afligían. Tenía que encontrar la verdad y su viaje comenzaba renunciando al cascarón de lo que alguna vez pudo ser su hogar.

Y salió de ahí, comenzó a caminar por el bosque con una mezcla de incertidumbre y desolación flagelando su alma; estaba tan distraído, que al principio ignoró la presencia de un ser que lo venía siguiendo. Parecía que aquel viajaba con el viento, pues fue una ráfaga especialmente intensa la que lo sacó de su lienzo de lamentos para devolverlo al presente. ¿A dónde se dirigía? Miró a su alrededor, había andado por horas sin rumbo. Estar perdido en medio de la nada intranquilizaría a cualquiera, pero no a él; él sabía orientarse. No tenía claro cómo había adquirido aquella destreza, pero pudo encontrar el pueblo y su presunta casa con facilidad, incluso después de haber vagado en el bosque por todo un día y parte de la noche. Entonces trató de agudizar sus sentidos, tenía que enfocar su mente visualizando su destino y sus sentidos le dirían si se encontraba cerca o no, así fue como lo hizo antes y así lo haría en ese momento. Era como si olfatease el aire, buscando el aroma de lo que deseaba; o como si palpase la tierra, esperando percibir la vibración que producía lo que andaba buscando; o que a sus oídos llegara el sonido de aquello que acechaba; era difícil de explicar, pero sentía sus deseos y les perseguía, tal como un cazador persigue a una presa.
Sin embargo, en aquel momento, en lugar de sentirse cazador, se sintió cazado; algo lo asechaba, lo observaba oculto entre los árboles. Recuerdos difusos sobre horrores nocturnos y raros presentimientos le hicieron emprender la huida; corría a todo lo que le permitían sus pies sobre aquel terreno. Ahí todo volvió a mentirle, sueños o recuerdos mezclándose con el presente, haciéndole dudar entre la realidad y la mente; su inconsciente jugándole una mala broma. Le desesperaba, pero se esforzaba por mantener la calma; si se perdía en aquella locura caería en las garras del que le perseguía. Esto era lo más importante, que su verdad se torciera no le importaba ya mucho; después de todo no tenía un presente cierto o una realidad estable, así que cualquier revelación nueva era bienvenida; a fin de cuentas, mantenía la esperanza de que dormía y que todo aquello era sólo un mal sueño. Siendo incapaz de despertar a la realidad, nada le podía asegurar o negar que lo que vivía era únicamente una pesadilla, y que seguía durmiendo desde aquella vez en que quien realmente fuese él depositó su cabeza en la almohada, cerrando sus ojos y despidiéndose de la tranquilidad que ahora tanto añoraba; pues seguro sí estaba de no haber llevado una vida así antes, fuese como fuese.

Sí, a partir de aquel momento su mente se había vuelto inestable: corría, entre el bosque nevado y el bosque humedecido; entre verdes prados de verano y fallecientes arboladas de otoño. ¿Presa o cazador? No, definitivamente él huía, no perseguía; ¿pero de qué? ¿Qué era aquello que andaba en pos de él? Cayó por una loma, aterrizó en el cofre de un auto y la herida de su brazo se abrió de nuevo; un hombre descendió del vehículo y la presencia de su cazador pareció desvanecerse. Se sintió seguro, protegido por aquella figura humana que irradiaba una cierta imponencia; y en ese instante un fuerte sentimiento de curiosidad lo atravesó. Aquel hombre estaba rodeado por una extraña aura, algo que inquietaba su instinto. Pero antes de que pudiera formular la pregunta adecuada para saciar su inquietud, todo su entorno pareció desaparecer. Fue menos de un segundo, como si hubiese parpadeado, sólo que en lugar de la oscuridad de sus parpados hubo un azul: un color azul profundo y envolvente. El viento no le anunciaba nada bueno, pretendía irse, tomar ventaja, pero el hombre le hacía preguntas extrañas; le mostró algo, algo que no alcanzó a reconocer, pues el azul volvió, prolongado esta vez. Para cuando recobró la conciencia el viento se había tornado violento, el hombre yacía en el suelo y la presencia de aquel que le seguía inundaba el lugar; parecía ser más de uno… y todos le buscaban. Emprendió de nuevo la huida.
¿Hirió al hombre? ¿Lo hirieron quienes le persiguen? ¡Cómo podría saberlo! Su cambiante realidad era un verdadero infierno, no le permitía tener un juicio confortante de lo que ocurría. Él creyó ver, creyó dejar su ceguera y enfrentarse a un mundo de revelaciones, pero dichas revelaciones solamente lo confundían más; era cada vez más difícil no perderse en la locura.

Aquí volvemos al punto en donde nos encontramos con este joven corriendo al comienzo de esta narración. Todavía lo seguían, el viento que silbaba a sus espaldas levantaba la nieve, lo podía ver de reojo. Sentía su pulso al límite, estaba acabado, tenía miedo, no quería encontrarse de nuevo en las fauces de las bestias que borrosamente aparecían en sus recuerdos. Su temor alcanzaba un nivel irracional: ¿por qué asegurar, por qué dar por hecho que aquellas eran las mismas bestias que debieron atacarle dos noches atrás?
Cierto es que prefería no arriesgarse a descubrirlo, pero su cuerpo realmente ya no podía darle más; definitivamente tenía mucho corriendo. ¡Qué importaba si se encontró o no con aquel hombre del auto! Sería incluso bastante tiempo desde entonces lo que llevaría huyendo sin detenerse. Además su cuerpo estaba muy cansado con tanto andar como para soportar aquella carrera, en aquel clima, con aquellas condiciones de suelo.
–Viajero, ten calma, estoy aquí; te protegeré si es necesario. Deja que el mundo que a tus ojos se ocultaba se revele ante ellos-, dijo una voz conocida viniendo de sus adentros, una voz que no pertenece a un hombre o a una mujer, sino a un ser distinto.
El azul que invadiese sus sentidos volvió en forma de un destello de luz que golpeó fuertemente su vista, cegándolo completamente. Tropezó, aún algo deslumbrado se arrastró hasta donde pudo, tratando de no perder el conocimiento. Poco a poco todo recuperó su tono y claridad, el viento silbaba con violencia a su alrededor, la nieve arañaba su rostro y él se sujetaba con miedo a las raíces de un árbol. Se descubrió el brazo izquierdo, le escocía como nunca, en la venda que lo envolvía habían aparecido nuevas manchas de sangre. Jadeaba derrotado, trataba de distinguir el contorno de su perseguidor tras la nieve que volaba en el aire, esperando ser atacado en cualquier momento. Finalmente, aquello que le asechaba movido por el viento, lo había alcanzado.
A lo lejos, un par de ojos brillantes se dibujaron en el borroso paisaje; seguido de aquello se formó la silueta de un animal bajo. Era un animal cuadrúpedo, un canino al parecer. A su figura le siguieron varias iguales, apareciendo en torno de aquel muchacho de cabellos blancos que yacía aterrado al pie de un árbol.

Eran las siluetas de una jauría de lobos. El primero en aparecer debía ser el macho alfa, pues comenzó a acercarse, difiriendo del resto, que se quedaron como siluetas en el lugar donde aparecieron. Llevaba algo en el hocico, caminaba lento, no parecía tener intenciones de atacarlo. Comprobar que aquellas no eran las bestias que temía lo había tranquilizado; continuaba un poco con la preocupación de ser atacado, pero no se comparaba con el terror que le provocaban los monstruos que lo atormentaban aún en su memoria. Había procurado la daga de su mochila para defenderse si fuera el casó, pero aquellos seres no parecían hostiles. El lobo alfa llegó hasta donde él, depositó en el suelo lo que cargaba e hizo una reverencia para su desconcierto.
–Yo Seneél, hijo de Freneél, nacido del vientre de Naseél, he venido a ti, Zorro, a rendirte mis honores –declaró aquel mientras estaba postrado a su frente.
El muchacho estaba atónito, no sabía cómo responder ante la situación. Frente a él se encontraba un animal, que por si ya fuera extraño que hablara, le había llamado “Zorro”. Soltó la daga, aquel peculiar objeto plateado cuyo origen no le era del todo claro; sabía que no la necesitaría. Miró en sus ojos, tratando de entender la razón de aquel noble gesto; el fuego de su fulminante mirada caló en su temple: entendió tantas cosas, más de lo que mil palabras pudieran contar, todo transmitido por aquel lenguaje que sólo los ciegos desconocen, pero que aún así llegan a experimentar por otros medios. El mensaje de una mirada; uno de los tantos lenguajes olvidados en el que impera la carne sobre la mente, oculto en el relegado rincón animal del hombre.
–¿Qué te ha traído aquí poderoso Gris? ¿Por qué te inclinas hoy ante mí? –preguntó una dulce voz en su interior; casi involuntariamente, estas mismas palabras fueron repetidas por sus labios.
–He dejado mis tierras… he abandonado mi profanado santuario, pues un manto de sangre cubre nuestros antiguos dominios; la tierra que nos perteneció fue invadida por el hombre y su hambre de muerte. En un extraño y frenético deseo de venganza, un amanecer les bastó para devorarnos. Vinieron a nosotros con sus estruendosas armas, asesinaron a nuestros vigilantes sin piedad y sin remordimiento. Tratamos de huir, pero era ya demasiado tarde: sus garras de odio se encontraban sobre nuestro hogar y sus ojos de maldad sobre nuestra estirpe. Me quedé a pelear y defender mi manada, mas fui de los primeros en caer. Persiguieron al resto de mi familia incansablemente, mataron a nuestros cachorros y hembras, sin importar que algunas de ellas estuvieran en cinta. Mataron a todos mis hermanos, y yo, agonizante, tirado en la nieve, sólo pude escuchar sus gemidos, oler su sangre y sentir cómo cada uno de ellos expiraba. Me dejaron ciego y herido, de alma más que de cuerpo, pues mis acciones fueron inútiles para defenderles. Morí, y en la muerte entendí el porqué nos persiguieron: fue por ti…
–¡¿Por qué?! –preguntó casi sin aliento; realmente sentía aquel dolor como suyo. Miraba la triste expresión del lobo, seguía mirando en sus ojos: veía a todos y cada uno de los suyos caer frente a una figura humana, fulminados con el estruendo de una escopeta; veía a los hombres ahuyentándoles, haciendo ruido con trastos y disparos, persiguiéndoles y acorralándoles; veía su sangre derramándose en ríos sobre la nieve, llevándose en aquel color rojo sus vidas entre suspiros y llantos; les veía ahí, muertos de manera despiadada. Si aquel sufrimiento ocurriese realmente por su causa, merecía también la muerte, en igual intensidad de dolor o peor.
–El porqué ha quedado atrás, hemos caído y no hay nada que pueda cambiar los hechos; nosotros fallamos al ser más débiles que el hombre, y nuestros ancestros fallaron al permitirle elevarse tan alto. Nuestra raza es de las más culpables entre las razas –se lamentaba-: el hombre nunca ha sido ajeno al lobo y el lobo nunca fue ajeno al hombre, ahora lo sé y lo entiendo.
»En el pasado, cuando la tierra era virgen, lejana de la profanación de la que es víctima ahora, el hombre y el lobo cazaban juntos en las mismas praderas. En aquellos días, hombres y lobos se veían como hermanos: éramos familias de cazadores luchando por el bien común de la supervivencia. Todo fue prosperidad mientras duró, el lenguaje que se formó en el hombre llegó a ser entendido por nuestros antepasados, y el hombre del pasado llegó entender nuestro lenguaje; cruzáronse alianzas, pactos; alguna vez hombre y lobo fueron uno sólo. Nuestros ancestros desconocían el gran demonio junto al que dormían.
»En aquellos días los susurros del océano eran claros por la noche, a nosotros los hijos del Gran Árbol nos bendecía la vida con la ciencia y sabiduría de los antepasados, pero a los oídos de los hombres llegaron tentaciones. Fue entonces cuando nuestra madre lloró por primera vez; presentía el futuro de aquellos seres. Nosotros, en lugar de alejarles de tal situación, en lugar de acabar con aquella amenaza que comenzaba a erguirse frente a nuestros ojos; como haríamos con cualquier cachorro de mala raza antes de que crezca y se convierta en un peligro para el resto de la manada; bajamos la cabeza, nos dimos medía vuelta y nos alejamos, para observar desde el rincón más oscuro como aquellos monstruos devoraban la tierra que les engendró.
»Los hombres se volvieron codiciosos, fueron seducidos por extraños y egoístas pensamientos, llevados por un sentimiento de superioridad, se alzaron sobre todas las razas y se proclamaron dueños del mundo. Muchos de nuestros ancestros siguieron a los hombres en su camino de confusión, siendo sus subordinados; sus hijos duermen entre ellos, con otra forma, bajo otro nombre entre las lenguas de los hombres; algunos sufren mientras otros viven en dicha, meneando los rabos ante su presencia para recibir de su mano un poco de alimento o una caricia. Nosotros, los que nos alejamos, los que bajamos la cabeza y abandonamos el camino de aquellos seres, pecamos de omisión, ignoramos lo que era nuestro deber y hoy pagamos las consecuencias de nuestros actos; nos fue arrancada la vida de la mano de aquellos con quien pactamos, pero esa no fue la condena.

–¿A qué te refieres Gran Gris? –Le llamaba de ese modo, casi involuntariamente-, si la condena no es morir ¿cuál es?
–Vagar –contestó con rotundidad. Entendió, era evidente: si estaban muertos ¿cómo se encontraban frente a él? Eran fantasmas-. Nuestra línea de sangre continúa bajo la jurisdicción de aquel pacto que ya los hombres han olvidado; en el Arca de las Memorias permanecen latentes las palabras que hombre y lobo cruzaron en aquellos tiempos; somos servidores y hermanos de aquellos que nos dieron muerte, aun cuando dividimos nuestras sendas hace ya bastante tiempo.
»En la muerte nos reunimos de nuevo, avanzando a donde nuestro deseo nos conducía, allá, donde la dicha será el viento que acaricié tu rostro: en el inmenso jardín del Gran Árbol. Con la muerte experimentamos la paz, el dolor se fue, nuestro dios estaba más cerca de nosotros, lo sentíamos. También escuchábamos tu voz, pudimos ver tu verdadera forma desde la lejanía, descendiendo poco a poco a este mundo; el regocijo nos invadía, pero no lograba llenarnos. Sentíamos dicha, pero esta nos era insuficiente, nuestro deseo era insaciable, ¡la presa que perseguíamos nos era tan distante e imposible de alcanzar! Sufríamos, no con dolor, sino con la ausencia de lo que deseábamos; cada segundo sin él nos parecía una eternidad. ¿Cómo saber si aquel lugar era la tierra prometida?, ¿cómo saber si se trataba del gran jardín en el que retozaríamos por la eternidad? El simple hecho de seguir conscientes y deseosos nos indicaba que no lo era: comprendimos una gran cuestión.
»Estábamos junto a nuestros ancestros, que ignoraban su condición de eternos errantes; toda nuestra estirpe vagaba con nosotros en un lugar sin nombre, entre este mundo y el mundo de la eternidad: nos encontrábamos en el puente que les une. Supimos que no descansaríamos aún, puesto que nuestras almas seguían ligadas a este mundo.
–¿Ligadas?
–Sí, cada miembro nuevo de nuestra manada era bautizado en nombre de nuestros ancestros; una cadena de sangre que en aquel puente de eternidad correría para siempre, girando en torno a un mundo inexistente. Una reliquia, un objeto, ese es nuestro único cuerpo ahora. Al entenderlo pudimos volver a este mundo, llamados por el sonido de tu voz, guiados por el viento que sopla a tu favor. Nuestros ancestros desconocían la razón por la que no alcanzaban la dicha que perseguían eternamente en aquellas tierras donde el tiempo deja de importar; estaban perdidos sin saberlo: fue hasta cuando llegamos nosotros, hasta que llegó el último eslabón de la cadena, cuando pudieron comprenderlo.
»Nunca en vida, ni ellos ni nosotros, conocimos la maldición que poseíamos: una maldición cruel, pues nos era tan difícil romperle entonces como imposible nos es ahora. Ya no es mi manada, sino toda mi estirpe la que guío. He llegado a ti, Zorro, para pedirte un favor: lleva nuestra reliquia, testigo de nuestro pacto, allá donde habita nuestra madre. En el camino que te queda por recorrer la encontrarás, sólo te pido que le entregues esto –y arrastró con su pata hasta los pies del joven lo que antes llevaba en el hocico-, llévalo con ella, aboga por nosotros; ella podrá liberarnos. A cambio de ese favor te ofrecemos nuestra protección.
Tomó aquel objeto que a primera vista confundiera con una rama, luego miró al lobo para preguntarle:
–Gran gris, ¿cómo podías en vida romper la maldición?
–Cumpliendo con el pacto; imposible, puesto que el hombre obedece ya a otros dioses. Es necesario que nuestra madre destruya esta reliquia, es lo único que nos ata a este mundo y sólo esa alternativa nos queda para liberarnos.
–¿Por qué ella? ¿Por qué no destruirle ahora mismo?
–Sólo ella puede romper lo que une este objeto con nosotros; no es posible destruirlo. Si le partes por mitad, dos objetos distintos nos unirán a este mundo. No importa cuánto intentes, sólo conseguirás fragmentarlo. Lo que se debe destruir no se puede tocar, no se puede dividir. Permanece como la unidad, un evento en el tiempo que late dentro de cada rincón de este cuerpo sin vida en el que estamos cautivos. Pues por eso estamos encerrados, porque no podemos morir. Sólo nuestra madre podrá retirar las palabras grabadas en esta reliquia. –Y alejándose un poco, dijo en voz alta-: Yo Seneél, hijo de Freneél, nacido del vientre de Naseél, a nombre mío y de mi manada, otorgamos nuestro perdón por el dolor que tu causa nos acarreó; me despido de ti, Zorro, rogándote una vez más que en tu viaje lleves nuestra reliquia a donde nuestra madre. Velaremos por ti desde las cercanías y al viento aullaremos rezando por tu victoria; si llegases a necesitar mi ayuda, sólo susurra mi nombre a la reliquia y estaré ahí para servirte, redentor.
Dicho esto último, el viento, que se había quedado mudo, volvió a zumbar; todo el tiempo hacia silenciosos remolinos de nieve entre las siluetas del resto de la manada, él no se percató de ello hasta que volvió a hacer ruido. Levantando más nieve que antes, aquella sonora ventisca cubrió al lobo, que a sus ojos se disolvió con la nieve que volaba, convirtiéndose en una ráfaga más de viento. Los otros lobos aullaron y desaparecieron de igual modo.

Ya en la tranquilidad y silencio de aquel lugar, el chico observó con mayor atención lo que tenía entre sus manos: un grueso hueso de apariencia antigua. Estaba retorcido, quizá debido a la humedad de donde se encontraba, por esto le había confundido en un principio con una rama. Tenía grietas y le faltaban algunos fragmentos, en el habían tallado las figuras de tres hombres con lanzas y tres lobos danzando alrededor de una hoguera, seguido de una serie de dibujos a los que no encontró forma. Entendió lo peligroso de aquella maldición. Aquel objeto se desmoronaba por el tiempo, el paso de los siglos podía notarse en él. ¿Qué pasaría si se desvaneciera por completo, si no dejara huella visible? Permanecería ahí, como el polvo, y en él todas las almas prisioneras.
Guardó el hueso en su mochila y se puso de pie. Su brazo había dejado de sangrar, estaba listo para marcharse. Miró al frente y miró detrás, miró a un lado y luego al otro, cerró sus ojos, sintió la brisa. Astuto e intuitivo cual zorro, emprendió el viaje; el chico de cabellos blancos continuó su andar, guiado por aquel ser que habita en su interior.


Comentar con Facebook { }

Comentar con Otros { 0 }