El agua de la regadera me caía sobre la espalda, el vapor lo nublaba todo, me asfixiaba. Así como hervía el agua, así me hervía el alma. ¡¿Cómo podría calmar aquel tormento?! Había asesinado a mi propio hijo.
Su sangre no se derramó sobre mí, mis manos nunca lo tocaron, pero es mía la responsabilidad de su muerte. Su padre lo había educado bajo creencias y costumbres que yo no compartía; jamás lo reconocí como un acto positivo, y desde que partió traté de cambiarlo; sólo conseguí poner a mi hijo en contra mía.
¿Era voluntad de Dios que muriera? El sufrimiento destroza mi fe, ¿es esto un castigo por mi fracaso en su formación? Di todo cuanto pude para cambiarlo, ¡qué difícil fue! Sé que debí guiarlo por el camino de la luz, pero él se resistió... ¿Y si todo fue una prueba, una cruz por cargar? Si fue así, he fallado, he perdido el cielo.
¿Quién define la voluntad de Dios? Él desea y nosotros interpretamos. El pastor no habla con las ovejas, pues son sordas, testarudas y faltas de comprensión. Simplemente las arrea, las conduce. ¿Prueba o castigo?, ¿bendición o tentación?, ¿bien o mal?; ¿nuestra conciencia lo determina por sí sola, o Dios intercede a través ella?
Discutía con mi hijo, toqué la herida: hablé de su padre. No era mi intención hablar así de él, pero la discusión se tornó hostil y dejé de darme cuenta de mis palabras. Extrañas sombras perseguían al hombre que llamé mi esposo; no era una mala persona, tampoco fue un mal padre, mi hijo guardaba una imagen venerable y mi amor por él también era grande, pero su fe estaba mal orientada; extrañas sombras lo perseguían. Todos guardamos secretos, pero los suyos eran verdaderamente oscuros, lo sé porque lo veía en sus ojos, el trémulo resplandor de un pasado misterioso. Ya no creo encontrarme en posición para juzgar el bien o el mal, pues cuelgo de aquí, sujeta del cuello por mi propia voluntad. ¿Desear ver a Dios es un pecado?
Después de la pelea, se fue, salió de casa como otras noches, pero no llevó consigo nada. Creí que volvería pronto; nunca regresó. Fui a buscarle, deseaba que de mis labios saliera el perdón, deseaba disculparme; pero de mi boca sólo escapó un grito de horror al encontrarme con su cuerpo hecho pedazos.
Yo maté a mi hijo, lo maté con cada minuto que aplacé la disculpa, lo maté al dejarle cruzar el umbral de aquella puerta; mi orgullo lo asesinó. Si tan sólo le hubiera detenido… si tan sólo le hubiese pedido perdón antes de que partiera; pero no, duele que no se puedan cambiar los hechos. En lugar de una disculpa, lancé al aire la última estocada, las palabras más hirientes, la maldición que acabó con él. Torturantes ecos son hoy mis palabras; sin oídos que obstruir y sin boca para gritar, hoy sólo recibo el dolor sin poder rebatirlo.
Si las ovejas desobedecieran, si se dejasen guiar por esas voces que tientan, esas que llaman desde la oscuridad, si se desviasen del camino del pastor, irían directo a las fauces de los lobos, directo al tragadero, a las garras de las bestias que danzan en las sombras. Yo le hablé de esto, le advertí que se alejara de esas voces pecaminosas que llevaron a su padre a la tumba; le advertí que las fauces de la bestia le seguirían hasta la muerte de continuar con su actitud hipócrita e indistinta ante las cosas de Dios. La debilidad de nuestros cuerpos, la flaqueza de nuestra alma, sólo es comparable con la fuerza y poder de nuestro Señor; si él nos acoge con los brazos abiertos, ¿por qué insistimos en darle la espalada y buscar protección donde sólo seremos la carne del plato?
Apenas vi sus restos frente a mí, mis palabras comenzaron a torturarme, repetidas constantemente por mi cruel conciencia, demonio enviado a esta oscuridad para atormentarme. No podía darle crédito, deseaba que todo fuese un sueño, una pesadilla; no importará ahora cuanto ruegue a Dios por mi hijo, él nunca volverá a mis brazos. La gente del pueblo fue en contra de las bestias de los alrededores, creyéndoles una amenaza; les cazaron y dieron muerte, culpándoles de ser los victimarios. Un injustificado exterminio de las criaturas de Dios; si ellos fueron o no enviados por él para matar a mi hijo carece de importancia, yo y mi orgullo fuimos los reales asesinos. Yo fui quien me mantuve al margen de su comportamiento; si bien, traté de cambiar lo que su padre sembró en él, jamás concluí la misión. Sólo me engaño al decir que hice cuanto pude, siempre hay algo más por hacer, y yo me quedé estancada, confundida, indiferente… ¿acaso debido a que de joven fui igual a él; algún sentimiento contra la represión de mis padres habrá enflaquecido mi voluntad, una inclinación hacia la rebeldía, empolvada en algún rincón? No, todos los hombres somos testarudos al crecer, es normal. Entonces ¿qué me detuvo?
La desesperación consumió mi fe, esa que se erguía pulcra, de la que me jactaba implacable; al final se desmoronó como si realmente estuviese hecha de pan y vino, y no del cuerpo y la sangre de un Dios. No hubo oración que llenase mi alma, no hubo suplica que curase mi intranquilidad… ¡no hubo deseo que la misma fe pudiera calmar! Al final sólo desee verle. Ver a Dios, aunque fuese como aquel juez o verdugo en el juicio de mi muerte, ver su rostro y preguntarle si en el libro de la vida estaba escrita la tragedia de mi hijo, o si todo había sido una prueba; si en algo fallé, acepto su condena; pero si no hay respuesta, si sus labios permanecen mudos, merezco mirar en sus ojos en búsqueda de la verdad, la razón, el porqué, inscrito en esa mirada de Dios, ausente en los rostros de porcelana en las iglesias. Desearía saber cuál es su voluntad, cuál su plan… ¿por qué se ha tardado tanto en conseguirlo? ¿En verdad desea que nosotros, los hombres, alcancemos la salvación siguiendo su camino? ¿Y cuándo terminará el viaje?, ¿será que Él mismo no ha podido concluirlo? ¿Cuánto más tendremos que esperar por su llegada?, ¿hasta la hora de nuestras muertes?, ¿qué ganará Él con eso? ¿Su satisfacción es que algún día pasemos a formar parte de Él?, ¿no lo somos ya?
Nunca vi a Dios, puede que este molesto conmigo… Adelanté el final de mi viaje, cambié lo escrito, cambie su plan… ¿es por eso que el suicidio es un pecado, porque no tenemos permitido cambiar lo escrito? No me queda duda, todo ha sido una prueba perdida. No tenía derecho a rendirme, debía permanecer de píe mientras todo se desplomaba nuevamente, ensordecer ante las injurias, ser ciega ante el dedo que señala. Vi a mi esposo morir en manos de un espectro terrible, vi los restos de mi hijo dispersos en el bosque, me vi a mí en las sombras… y en las sombras brilló la muerte; merezco esta oscuridad, merezco este sufrimiento. Mi juicio no ha llegado aún, tengo que esperar por él, cuanto más se aplaza su llegada, más me arrepiento de mis actos. ¿Podré alcanzar la redención? Quizá no, ya he blasfemado bastante.
Y aun así lo vi otra vez, no a Dios, sino a mi hijo. Temblaba sin control, apenas si pude ponerme de pie sobre la silla. Mientras llevaba el nudo a mi cuello, lo vi, un recuerdo radiante: habíamos compartido algunos de los momentos más felices de nuestras vidas; las lágrimas empapaban mis mejillas, aquello pertenecía a un mundo extinto, junto con él yo me extinguía. El nudo estaba listo, tumbé la silla: “Sin marcha atrás…” Fue como entrar a un pozo sin tocar el fondo, verdaderamente fue como caer. Cada sensación fue sofocada, entumecida. Todo desapareció, todo menos yo. Seguía ahí, en alguna parte… quizá aún sigo en mi cuerpo, no puedo saberlo; la muerte es más lenta de lo que imaginé. Pronto apareció el residuo encandilado de aquel recuerdo que me saludó en la antesala de mi muerte. Permanecía con latidos inestables, un borroso fantasma. Al principio no lo concebía, fue tomando forma, por un segundo era la nada y de la nada surgí. Entonces estaba frente a mí, su mirada, incrustada en el semblante de un muchacho de pelo rubio. Aquel joven me pareció tan familiar… era algo más que un rostro conocido, el resplandor de sus ojos estaba ahí, no cabía duda, aquél era mi hijo. ¿Crees que aquello fue algún consuelo? ¿Crees que verle con vida fue algún alivio para mi alma? ¡No! Todo aquello, cada largo y lastimero segundo que duró, fue el más terrible de los sufrimientos; peor que haber muerto en pecado. Él sólo miraba mi cuerpo colgante, derramando lágrimas en un rostro pasmado. Sufría de una forma conmovedora, un sufrimiento silencioso que compartía profundamente. Estábamos tan conectados y aislados a la vez. Él, un resplandor en la lejanía, y yo, un rescoldo en extinción, olvidado en el rincón de un bulto que comenzaba a descomponerse. ¡Cómo me gustaría haber tenido lengua para hablar! Hubiera cambiado la entrada al cielo, de tenerla aún, por un cálido abrazo y mis disculpas; esa habría sido la despedida adecuada antes de partir hacia las puertas del infierno. Nunca imaginé una condena semejante a esta, encerrada en un cuerpo sólo para sufrir, sin poder cambiar nada y encima de todo saber que ha sido voluntad propia. No es posible apagar la luz, no es posible rendirse… ya he dado ese paso. Sólo queda esperar la calma.
Más tarde le vi alejarse; su imagen permaneció en mí carcomiendo mi cordura. ¿Por qué volví a ver su mirada en un cuerpo ajeno? ¿Quién era él? Nadie contesta a mis gritos y plegarias. Ruego por una respuesta, pero el silencio reina en este lugar y aún no entiendo el porqué.
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30 de enero de 2012, 12:01
31 de enero de 2012, 10:01
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