Un auto gris serpenteaba entre los caminos de la carretera federal, conducido a toda prisa por un hombre de treintaicinco años. Frente a él se alzaba imponente la sierra occidental, su destino era Deepwood, un pequeñísimo poblado perdido entre las faldas de aquellas montañas; ahí solicitaban su presencia urgentemente. Se trataba del detective Denis Hudson, comisionado por su departamento de policía para investigar un caso en aquella región. No eran sólo intenciones laborales las que lo llevaban a esas tierras, había también una causa secundaria, más personal.
Toda la región estaba sembrada de pequeñas poblaciones, dispersas entre los campos, lagos y montes, todos nombrados de forma peculiar, haciendo referencia a paisajes a la vista o a personajes célebres para sus historias individuales; el más urbanizado de aquellos era, en definitiva, el llamado Grayhills. Su ruta por la autopista terminaba ahí, tenía que atravesar la pequeña urbe para tomar el camino de la montaña. Hacía kilómetros que no veía un espectacular, los que lo recibieron en la entrada de aquel pueblo (que invadía la carretera) despertaron su apetito y le recordaron que necesitaba gasolina.
Dentro de un desvencijado pórtico de madera dormitaba un hombre gordo, bastante abrigado, con una tejana cubriéndole el rostro. Denis hizo sonar el claxon para despertarle. Era un mecánico, atendía un pequeño taller que fungía de llantera y auxilio para el necesitado de los caminos.
–Disculpe… ¿Dónde puedo comprar un poco de gasolina? –el interrogado se limitó a levantar un brazo para señalar una construcción varios metros adelante, entre unos árboles. Era un poco triste de ver, un par de austeras bombas de gasolina sobre una carcomida plancha de asfalto, semisepultada por la nieve, coronada por un rústico y decolorado letrero que indicaba «Gasolinera Sr. Pine».
–El negocio es de mi hermano –dijo con orgullo el hombre de la tejana.
–Llegar allá le tomará cerca de cuarenta minutos, si la nieve se lo permite. La brecha hacia la reserva es importante y suelen mantenerla despejada, pero con este clima no se lo puedo asegurar –decía el encargado de las bombas después conocer su destino, creyéndolo un simple turista-. Le aconsejaría llevar un poco más –añadió cuando el tanque estuvo lleno-, le costará trabajo encontrar combustible en los poblados de arriba, y es más cara porque la distribuyen en galones.
Habían transcurrido veinte minutos desde que dejó Grayhills, atrás quedaba el camino que empezó desde la tarde anterior. Estaba cansado, pero se aferraba al volante con una mano mientras se refregaba la cara con la otra. La ansiedad era insoportable, tomó de todo para resistir el viaje (de todo lo legalmente asequible, al menos) y la resaca de aquello comenzaba a perjudicarlo. Atravesaba el tramo más pesado, el camino era cada vez menos transitable, aparecían más curvas y nieve conforme avanzaba. Aun cuando había colocado cadenas en sus neumáticos, estos llegaban a patinarse y resbalar de vez en cuando. Quiso prender la radio, pero la recepción era pésima. Estaba sólo, escuchando rechinidos extraños bajo sus llantas, mirando abismos blancos en cada vuelta y soportando el perfume de su galón de gasolina, que de alguna forma conseguía filtrarse desde el maletero.
Para colmo de sus males, un objeto grande y pesado cayó sobre su cofre. Salió de entre los árboles, rodando por una loma, formando una pequeña avalancha de nieve. Impactó su auto sin que lo pudiese anticipar. Pisó el freno a fondo por la impresión, derrapando un par de metros; creyó ver el rostro de una persona. La mitad de la nieve se deslizó del cofre cuando el auto se detuvo; Denis miraba con atención. Sonrió al no percibir movimiento en aquella masa informe y nívea, convencido de que sus nervios lo habían engañado. Fue una sonrisa muy breve, desecha casi en el acto, pues el bulto se incorporó, bajando del cofre con bastante ligereza. Era un adolescente, de dieciséis o diecisiete años de edad; al principio no pudo determinar si se trataba de un chico o de una chica, tal era su extraña complexión física. El pelo le cubría las orejas, era tan rubio, que podía decirse que era blanco. Después de evaluarlo, Denis se inclinó por creer que se trataba de un chico, y no se equivocaba. No era de extrañarse que se confundiera en la nieve, siendo albino y vistiendo ropa clara, se encontraba perfectamente camuflado en aquel páramo blancuzco. Quizá se ocultaba cuando resbaló; pero… ¿por qué lo haría? O aún más extraño, ¿qué pretendía un muchacho solo, ahí, en la mitad de la nada?
El joven estaba frente al detective, que continuaba aferrado al volante, atónito. No mostraba malestar alguno por el impacto; incluso no parecía darle importancia, como si hubiera algo más que atender. Se veía agitado, inquieto. Llevaba una bufanda, la mitad inferior de su cara estaba oculta, pero podía ver sus ojos, moviéndose intranquilos sobre sus mejillas enrojecidas; miraban alternativamente al detective y al entorno, alertas, analizándolo todo, planeando cada próximo movimiento. Denis temió por un instante que el chico fuese alguna especie de bandido carretero, no sabía si bajar del auto o alejarse de ahí. Al final, optó por lo primero; después de todo estaba armado y el sospechoso era sólo un muchacho, casi un niño ¿qué podía temer? Miró su reloj, marcaba las 9:00 de la mañana; aún era temprano para llegar a su destino.
–¿Te encuentras bien, chico? –preguntó al desconocido, cuya estatura se asemejaba a la suya; fuese que Denis no era muy alto, fuese que el muchacho lo era bastante. No respondió, seguía alerta; pero ya no miraba el rostro del detective, sino su pecho; Denis sintió adrenalina, ¿buscaba la señal de algún arma oculta bajo su ropa? Una ráfaga de viento los atravesó, barriendo suavemente los cabellos del muchacho. Pareció captar hasta entonces la pregunta, pues una vez que el viento dejó de soplar, respondió; como si fuese este quien se lo aconsejase.
–Sí –dijo a secas, mientras extendía su mano hacia el cofre del auto para tomar de entre la nieve una mochila. Un objeto plateado brotó de una de las bolsas laterales, por poco cayó al suelo. Denis identificó aquello como una daga envainada en una funda de cuero; sus sospechas se fortalecían, llegando al punto máximo cuando el chico acercó su mano a la bolsa. El detective procuró su pistola, pero se detuvo al ver que aquél sólo cerraba su mochila, ocultando su contenido; aunque esto lo tranquilizó, lo siguiente le erizó la piel-. Es una hermosa foto la que llevas en tu pecho –dijo el extraño sin levantar la mirada. Su tono de voz fue distinto, ahora era una voz más suave, de timbre sexualmente indistinguible; de no haber visto su bufanda estremecerse al ritmo de las palabras, Denis estaría convencido de que entre ellos había alguien más, uniéndose a la conversación.
–Lamento… –comenzó dudoso aquel muchacho, pero alzando la mirada-. Lamento haber caído sobre su auto, señor –había recuperado su voz, un tono distintivo de un chico de su edad. Se disponía a marcharse, como si aquel encuentro accidental hubiese sido cualquier roce de hombros en una calle transitada.
–¡¿Disculpa?! –preguntó Denis, deteniendo su partida, intrigado por aquel extraño fenómeno.
–Lamento haber caído sobre su auto –repitió con seguridad, decidido a marcharse; de nuevo era una voz normal.
–No, eso no. Antes de eso… dijiste algo antes de eso –comenzaba a dudar sobre lo que había visto y escuchado.
–No dije nada más –en su mirada se leía tal consternación, parecía tan sincero, que Denis sintió que él era el anómalo en aquel lugar.
–No, sí lo hiciste. Te… ¿Te referías a esto? –se descubrió una cadena en la que llevaba un pendiente abisagrado. Efectivamente, dentro estaba el retrato de su difunta hermana Sofía, mostrándola tal cómo fue a la edad de once. La tarde anterior, cuando finalmente decidió aceptar la encomienda y preparaba sus cosas, el recuerdo de su hermana lo asaltó. Meditaba sobre ella, mirando su foto en el interior del pendiente; su cabello lacio le caía sobre el hombro, reflejando las luces del estudio donde fue retratada; era su sonrisa la que captaba su atención, sencilla y natural, imagen de aquellos días memorables que vivieron juntos. Miraba también un trozo de papel, amarillento y con los dobleces muy marcados; era una nota que conservaba con recelo, escrita por su hermana quizá el mismo día que murió. Parecía una despedida, cosa extraña, pues su muerte no fue un suicidio, o al menos eso deseaba creer; sólo él sabía de la existencia de aquel documento que aseguraba lo contrario. Deseaba tanto deshacerse de él (prueba única de la voluntaria y planeada muerte de su hermana) como conservarle y descifrarle, para así conocer la verdad.
Los misterios eran su pasión, lo que antes fuera un juego se transformó en su vocación desde el fallecimiento de su hermana. Habíase jurado encontrar la causa del extraño comportamiento que tuvo durante su último año de vida, y la nota era una clave importante:
«Vivir para servir, ese es el objeto de nuestra existencia. Si abandoné este mundo fue por no encontrar lo que buscaba; continúa mi viaje en su búsqueda. No lloren por mí, sino por ustedes, y pregúntense si ya han encontrado lo propio.
…Sólo es eterna la palabra»
Aquellos días se manifestaban en su mente. Sofía Hudson dejó de existir una tormentosa tarde de verano, poco después de su doceavo cumpleaños. Denis era apenas un año menor, solían llevarse bien. Vivían en el campo, una región intensamente agrícola, terrenos tupidos de sembradíos de avena, trigo y sésamo. A unos metros de su casa crecía un gran árbol de tronco torcido, el lugar favorito de juegos tanto para él como para su hermana. Le habían adaptado un columpio, y algo más de una docena de tablones rotos y enmohecidos, que alguna vez pretendieron formar una choza, se encontraban en desorden y mal clavados a lo largo del tronco. Aquella tarde el cielo tronaba, una fuerte tormenta estaba por caer:
–¡Sofi! ¡Sofi! –gritaba el pequeño Denis desde el jardín de flores que su madre plantaba en la parte posterior de la casa. Padecía un profundo terror a las tormentas, terror que aumentó después de lo acontecido aquel día. No encontraba a su hermana por ninguna parte, sólo faltaba buscar en el árbol, pero tenía miedo de ir allá; tendría que cruzar todo un campo de cultivo bajo un cielo gris y amenazador. Había escuchado bastantes historias de personas que al salir al llano en medio de la tempestad eran alcanzadas por un rayo y morían.
Con la punta de sus dedos tocaba la madera del cerco que rodeaba su casa, apenas si lo rozaba, lo hacía con tanta delicadeza que parecía acariciarlo; tenía que cerciorarse. Con ello no pretendía evitar los rayos, en todo caso no le serviría de nada; había un motivo especial para hacerlo, que no se relacionaba en absoluto con su miedo a las tormentas. Le costaba entender lo que sentía, se trataba de una extraña habilidad que aún no dominaba. No estaba equivocado, su hermana pasó por ahí.
Armándose de valor, el pequeño Denis salió a todo correr en dirección al árbol. Las verdes espigas de la avena golpeaban su rostro, gruesas gotas de lluvia comenzaban a caer. Al llegar al árbol encontró a su hermana cavando un hoyo, el cielo tronaba impetuoso.
–¡Sofi! ¿Qué crees que haces? ¡Te he buscado por todos lados! –En ese instante un rayo cayó en un árbol vecino, a una distancia semejante a la que se encontraban de su casa; iluminó todo e hizo cimbrar la tierra. El árbol se partió y ardió brevemente, extinguido por el aire.
–¡Vete a casa! Te alcanzaré luego –le ordenó con fastidio la niña. Seguía cavando cómo si nada; Denis estaba al borde de un ataque de pánico.
–¡No! ¡¿Estás loca?! ¡Deja eso! –A pesar del viento silbando en las espigas y las nubes estallando, Sofía pudo escucharle claramente; lo miraba con repugnancia: odiaba que la gente la llamara loca.
–¡Lárgate! ¿Por qué no entiendes? ¡Tengo cosas que hacer! –era completamente irracional. Arrojó la pala a un lado y tomó una caja circular de galletas que había junto a ella.
–Lo harás después. ¡Ven ya! –suplicó el niño, tirando con fuerza del brazo de su hermana; la caja se resbaló de su mano, golpeó una raíz nudosa y se abrió, derramando su contenido sobre el pasto. Un grupo de hojas de cuaderno llenas de anotaciones manuscritas y una figurilla de madera (a cuya forma Denis no prestó interés entonces) comenzaban a mojarse bajo la lluvia; el viento no ayudaba nada, pues barría las hojas, dispersándolas por todo el lugar.
–¡Imbécil! –Gritó Sofía colérica, empujando violentamente a su hermano, que resbalando con el fango, fue a estrellar su cabeza contra el árbol-. ¡Mira lo que has hecho! –Continuaba la rabia de la niña-, ¡Aléjate de aquí! ¡Déjame sola!
Denis comenzó a sangrar, el cabezal de un clavo en el tronco le había abierto una herida en la frente, cerca de la sien. Lloraba, el miedo y el dolor le hacían derramar lágrimas. Se incorporó, cubierto de barro y chorreando sangre, echó a correr hacia su casa; una vez allá, miró hacia atrás para ver a su hermana recogiendo sus cosas. La miraba con odio: él, que había enfrentado su miedo para buscarle; y ella, que le había recibido de manera tan cruel. Aquella fue la última vez que la vio con vida; Denis se reprocharía eso el resto de su existencia, pues la miró iracundo.
Sofía no volvió a casa, cuando su padre fue a buscarle, ya no la encontró en el árbol. La tormenta era intensa entonces, golpeaba los cultivos con granizo y viento. La buscaron por todas partes, sólo quedaba el granero. Creyeron que se ocultaba ahí, pues frecuentaba aquel lugar cuando deseaba estar sola. En aquel momento era imposible llegar hasta allá, tenían que esperar a que la tormenta cediese, pero se prolongó toda la noche.
Al día siguiente fueron al granero, pero no la encontraron ahí. La buscaron por todas partes, los devastados cultivos estaban repletos de aves y roedores fulminados por la lluvia, pero no hubo rastro de ella. Dos días después de su desaparición, su cuerpo fue encontrado a varios kilómetros de distancia de su casa, en la orilla de un rió; la ira fluvial de la tempestad la arrastró hasta allá.
Denis recordaba con dolor, frotándose la cicatriz de su frente. El rostro sin vida de su hermana permanecía como un espectro en su memoria. Aunque su cuerpo se mantuvo íntegro y presentaba pobres señales de afección, su rostro era espantoso. No había sido deformado por el dolor, ni lo habían profanado los gusanos, estaba intacto, tal y como podía admirarse en la foto de su pendiente, sólo que aquel era un rostro vacío, mirarlo era como mirar una fosa. Había algo horrible en su rostro, inexplicable, que era capaz de arrebatar el aliento. Su funeral se dio con el féretro tapado, nadie podía observar aquel pozo sin fondo, ese pálido rostro al que nunca pudieron cerrarle los párpados.
Siempre se sintió culpable de la muerte de su hermana: al principio creía que si la hubiera dejado en paz, habría vuelto pronto a casa; cuando encontró la nota, comprobó que no hubiera sucedido así; sin embargo, continúo sintiendo culpa, por no haber sido más persuasivo. «Encontrarán mi cuerpo, pero no me encontrarán a mí…» decía una de las tantas hojas de su caja de galletas.
–¿Y bien, encontraste lo que buscabas, Viajero? –preguntó de forma burlona aquella voz extraña y asexuada, brotando nuevamente del chico de la bufanda gris, que continuaba frente a Denis.
–¡Cómo has dicho! –exclamó alarmado; no podían ser simples coincidencias. Conocía la foto y el contenido de la nota que guardaba dentro del collar; ¡¿era capaz de ver a través de cuerpos opacos, o de leer la mente?! Al mirarlo, encontró algo aterrador: sus ojos se habían tornado azules, sin pupilas, sólo un par de iris azules; un azul tan profundo e intenso, que tuvo que desviar la mirada para evitar sentirse devorado por ellos.
Una impetuosa ráfaga de viento azotó el cuerpo del detective. Denis se vio forzado a cubrirse la cara; la nieve ligera arañaba su rostro, soplaba tan fuerte que le hizo tambalear. Cayó y se golpeó en el borde de su auto, quedando inconciente.
Se despertó con la cara cubierta de nieve y una terrible jaqueca. Tardó unos segundos en asimilar todo lo ocurrido, miró a su alrededor: estaba solo; el viento y la nieve habían borrado toda posible huella del joven. Según su reloj, eran las 10:20 am. ¡Más de una hora inconsciente y a merced del clima! Se sentó en su auto, sacudió la nieve de sus pies, cerró la puerta y tomó el volante. Suspiró, había estado recordando mucho a su hermana últimamente. Nunca entendió por qué estaba tan interesada en sepultar sus apuntes.
Abrió la guantera para sacar una desgastada y abollada caja metálica de galletas. La tomó entre sus manos, la abrió delicadamente; ninguna otra posesión suya, por más invaluable que fuese, superaba aquellos cuidados. Dentro había una figurilla tallada en madera, representando algo parecido a un árbol, o más bien, al despojo de un árbol, pues se encontraba sin hojas. Eran sólo el tronco y las ramas, sujeto con las raíces expuestas a lo que parecía una roca esférica y cuarteada. Una serie de caracteres estaban grabados con quemaduras en una de sus raíces. Les había investigado con anterioridad, pero no le había sido posible descifrar aquello; parecía una lengua muerta, una mezcla de runas y letras antiguas, como sacadas de un hallazgo arqueológico. Lo demás en la caja era el puñado de hojas con anotaciones manuscritas, semejante a un diario; tomó una, el tiempo y la lluvia de aquel día habían borrado algunas palabras, pero tenía partes perfectamente legibles: «…Los pies de mi gran árbol guardan aquello que el tiempo se encargó de ocultar…»
La tarde del funeral corrió abatido hacia el árbol; no podía creer lo que sucedía, no podía asimilar el hecho de que no la volvería a ver más. Tropezó con la pala que seguía tirada entre la hierba y con un sentimiento de impotencia comenzó a desenterrar eso que su hermana ocultó con tanto fervor. Aquel día leyó por primera vez la nota que cargaría desde entonces dentro del pendiente, transformando la muerte de su hermana en una interrogante. Conservó aquellos apuntes en secreto, y a pesar de los años, no consiguió descifrar gran cosa. Estaban escritos metafóricamente, sin un orden e incluso codificados en un lenguaje desconocido (el mismo de la figura tallada). Lo que podía leerse parecían sólo poemas y cuentos, simples fantasías, delirios de un desequilibrado. Sin embargo, él sabía que aquellas palabras guardaban un significado, siguiendo los enigmas de Sofía había dado con increíbles realidades. Incluso en aquel momento, la voz de su hermana lo conducía a las fronteras de lo desconocido.
Una patrulla se detuvo frente a él, venía en dirección contraria. De la unidad bajó un hombre rollizo y uniformado. Era el comisario del pueblo. Denis estaba distraído y no se dio cuenta sino hasta que el oficial lo llamó, golpeando el cristal de su auto.
–¿Tiene algún problema caballero? –le preguntó el oficial cuando abrió la ventana. No tenía una explicación sencilla para su situación, si existía, Denis no era capaz de procesarla. Su auto proyectado a la izquierda y como en señal de derrape, la ligera abolladura en su cofre junto a un par de líneas quebradas en el cristal y la notable capa de nieve que lo cubría ya por la inactividad, eran indicios de que le había ocurrido algo desagradable-. Póngase en marcha amigo –le aconsejó dándole palmadas en el hombro, después de oírlo titubear-, el frío le congelará el motor –era un gordillo burlesco; el detective se sentía apenado, aquel debía creer que un accidente natural de lo más simple lo había detenido en su ruta. Sobre la puertilla abierta de la guantera se dejaba ver una carpeta rotulada con el logo de la Guardia Federal, el comisario reparó en ella:
–¡¿Es usted policía?! –preguntó sorprendido.
–Así es, soy el oficial Hudson –dijo mostrando su identificación y tendiéndole la mano. El comisario no respondió al saludo, cayó en cuenta de algo que le borró la sonrisa gradualmente.
–No me diga que usted compone todo el cuerpo de apoyo que solicité.
–Es una situación complicada para hablar ahora señor, si me acompaña hasta la comisaría con gusto le explicaré…
–Me temo que por el momento no podré hacerlo –el comisario actuaba con mucha desilusión y molestia, el cuadro negativo de grandes expectativas se mostraba en su rostro a manera de inconformidad-, tengo asuntos pendientes en Grayhills… –vaciló antes de continuar, aún no confiaba del todo en aquel hombre; esperaba que le mintiera, que se tratara de un impostor (por la razón que fuese), y que la respuesta a su petición aún estuviera en camino. Pero confesó, aceptaba que quizá pedía demasiado para su situación tan descuidada-, esta mañana apareció el cadáver de la madre del muchacho, primera testigo del evento; aparentemente se quitó la vida. Creo que cada vez habrá menos trabajo aquí para usted… sea lo que sea que haya venido a hacer –bufó con molestia-. Siga derecho y llegará al pueblo, busque la comisaría y espéreme ahí.
Regresó a su patrulla, Denis encendió su auto y se puso en marcha. Después de treinta minutos más de camino llegó al pueblo (si a eso se le podía llamar así). Comprendió la razón de su nombre: dispersas entre una multitud de árboles enormes, que dificultaban el acceso de la luz, estaban algunas cabañas cubiertas de nieve. Fuera de lo que parecía la iglesia del pueblo había una marcha fúnebre, salían de ella cargando un ataúd. Bajó el cristal de su ventana para interrogar a uno de los religiosos sobre la ubicación de la comisaría, estaba harto y esperaba encontrarse cerca; para desgracia suya no era así. Le dieron un puñado de enredosas indicaciones que fue olvidando poco a poco; aquel lugar no estaba regido por calles, todo era un grupo de caminos independientes y aleatorios que surgían aquí y allá, dividiéndose y cerrándose sin ninguna jerarquía. Finalmente dio con su objetivo, bajó del auto y el viento volvió a golpear su rostro; comenzó a sentir aquella curiosa sensación de emoción que le dominaba e inspiraba, aquel extraño pueblillo ocultaba muchos secretos, las paredes se lo decían a gritos.
–Creo –dijo para sí-, que me voy a divertir bastante en este lugar.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Comentar con Facebook { }
Comentar con Otros { 2 }
16 de febrero de 2012, 14:02
17 de febrero de 2012, 9:36
Publicar un comentario
¿Te ha gustado? Tu opinión es importante. Por favor, compártela. Todos los comentarios son bienvenidos.